En tiempos de la guerra escaseó en mi ciudad el maíz. Para comprarlo había que obtener un vale del Gobierno. Ese papel daba derecho a adquirir un kilo o dos. El empleado que entregaba los vales decía siempre que se le habían acabado. Era mentira: tenía el cajón lleno, pero vio en el reparto de los vales una ocasión para medrar. En México, sin embargo, conocemos muy bien los vericuetos de la corrupción, y siempre acabamos por saber andarlos. Alguien dio con la forma de conseguir sin problema aquellos vales. Llegaba a la ventanilla y le decía al empleado: “Le apuesto un peso, don Fulano, a que no hay vales para comprar maíz”. Don Fulano sacaba algunos del cajón y le decía, triunfante: “¡Perdió usted!”. El comprador entregaba el peso de la apuesta y se alejaba, igualmente triunfante, con los vales. En cierta ocasión alguien le afeó su conducta a aquel empleado. Le dijo que era corrupto. “Corrupto no soy, líbreme Dios -respondió él-. Lo que me pierde es esta maldita pasión por las apuestas”. Esa pasión pierde a muchos, en efecto. Un tipo llegó a su casa en horas de la madrugada. Su esposa le reclamó hecha una furia: “De seguro te pasaste la noche jugando a las cartas”. “Jamás toco las cartas” -respondió el sujeto. En ese momento su mujer le puso enfrente el plato con los dos huevos fritos que le había guisado. El hombre miró el plato con los huevos y dijo automáticamente: “Cien pesos al dos de oros”. Otro tipo jugó al poker con un tahúr profesional, y perdió todo lo que tenía. Desesperado jugó lo que había perdido contra un rato de amor con su mujer, y la perdió también. El tahúr cobró la apuesta, y seguramente lo hizo en excelente forma, pues al final le dijo la señora: “Ahora apuéstale en el dominó. También juega muy mal”. En Las Vegas murió un apostador profesional. Un orador tomó la palabra en el panteón. “Nuestro amigo no está muerto -dijo-. Duerme el tranquilo sueño de la paz”. Desde el fondo se oyó la voz de otro apostador. “50 dólares a que está muerto”. En esa misma ciudad, Las Vegas, un hombre astroso le pidió al turista que le regalara 5 dólares. “No tengo para comer” -le dijo. Replicó el turista: “No me engañe. Seguramente quiere ese dinero para apostar”. “No, señor -protestó el otro-. Dinero para apostar sí tengo”... Y ¿qué decir de aquel raro sujeto? Bebía copa tras copa en la cantina, con aire melancólico y las dos manos puestas sobre el mostrador. “¿Por qué está tan triste, amigo?” -le preguntó el cantinero. No respondió el hombre. Solamente hizo un gesto de desesperación. “¿Perdió el trabajo?” -inquiere el de la taberna. Tampoco respondió el hombre; negó con la cabeza nada más. Pregunta el cantinero: “¿Lo dejó su esposa?”. Otra vez el hombre niega con la cabeza, sin hablar. Le dice el tabernero: “¿Perdió en el juego?”. El hombre, con gesto triste, dice que sí con la cabeza. “¿Perdió mil pesos?” -inquiere el cantinero. El hombre hizo un gesto como diciendo: “Eso no es nada”. “¿Perdió 10 mil pesos?” -pregunta el otro. “El hombre repitió el gesto para significar que había perdido mucho más. Arriesga el de la taberna: “¿Perdió 100 mil pesos?”. El hombre dijo que sí con la cabeza. “¡Caramba! -exclama el cantinero-. ¡Si yo llegara a perder esa cantidad mi mujer me cortaría los éstos!”. El melancólico bebedor apartó las manos que tenía puestas sobre el mostrador. Ahí estaban sus éstos... Yo no soy dado a las apuestas, pero me atrevería a apostar que la mujer francesa acusada de secuestro será entregada a Francia. Eso elevará los bonos del Presidente francés en su país, y hará bajar -todavía más- los bonos de Calderón en México... FIN.