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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES MIRADOR

ARMANDO CAMORRA

Malbéne publicó un artículo en el número correspondiente a abril de la revista "Prière", editada por el Seminario Teológico de Lyon. En su texto el discutido autor escribe:

"... No digo: 'Dios eterno'. Yo digo: 'Cristo ahora'. Lo primero me lleva a la teología, a la abstracción. Lo otro me conduce al bien actual, a la obra que da vida a la fe y la hace fructificar entre los hombres. No es que la fe sin obras esté muerta: es que la fe sin obras no es verdadera fe; es vana y estéril creación mental...". Y concluye: "El problema de las iglesias cristianas es que han tenido demasiados teólogos y muy pocos cristianos...".

Expresiones como éstas de Malbéne suelen crear mucha polémica. Pero él ha dicho: "No soy un polemista. Soy sólo un hombre de religión que para estar cerca de Dios se acerca a sus criaturas".

¡Hasta mañana!..

Un curita joven a quien atormentaban, como a San Antonio, muy graves tentaciones, le preguntó a un anciano sacerdote de 97 años cuya sabiduría y buen consejo le habían dado grande fama: "Dígame usted, padre, por caridad de Dios: ¿cuándo se acaba el deseo de la carne?". "Mira, hijo -respondió el santo varón-. Por lo que he leído en las Sagradas Escrituras; por mis estudios de los Padres de la Iglesia; por lo que he escuchado en labios de religiosos de mayor saber que el mío; pero sobre todo por mi propia experiencia, puedo decirte que el deseo de la carne posiblemente se acabe unos 15 días después de que te mueres". Acertaba ese sabio sacerdote. Hablando de mí mismo puedo asegurar sin vana presunción y sin alardes que a mis 70 años bien cumplidos conservo todavía el deseo de la carne. En efecto, me muero por un buen sirloin; un jugoso rib eye; un New York término medio, sangrón; una arrachera; un cowboy; una aúja norteña -así debe decirse: "aúja"; no "aguja"; una cabrería o un clásico T-bone. Hace unos días fui invitado por los ganaderos sonorenses a perorar ante ellos. Lo hice en el vasto recinto donde sesionan, a cuya puerta está la imagen de San Isidro Labrador, que aquí debe esforzarse más para poner el agua y quitar el sol. En los muros del local leí los nombres de los municipios sonorenses, sonorosos nombres provenientes muchos de ellos del yaqui, del ópata o del seri. El foro estaba decorado con sillas de montar y con grandes "cantinas" -del inglés "canteen"-, que son las cantimploras o caramayolas para el agua, recuerdo de mis excursiones por las montañas de Coahuila. Fornidos y de estatura procerosa son los ganaderos sonorenses, pues sólo así pueden cargar el grande y generoso corazón que tienen. Son buenos mexicanos; en el trabajo han aprendido las lecciones que la vida enseña. La espléndida carne que producen, de calidad y sabor extraordinarios, es el fruto de su labor de cada día, cumplida bajo el sol sin atenuantes de aquella tierra que da todo al que se da todo a ella. Degusté esa insigne carne en una comida que me hizo evocar las famosas bodas de Camacho que describió Cervantes; pero ésta tuvo además música de tambora y acompañamiento de tortillas de harina sobaqueras, cuya extensión iguala casi la de algunas naciones europeas. En su feria vi toros sementales cuyo ímpetu y potencia son tan grandes que lo veían a uno con mirada sospechosa, motivo por el cual yo me alejaba de ellos, receloso, no fuera a pasar algo. Supe también ahí que a más de mejorar continuamente sus animales con tecnología de punta, a la altura o mejor aún que la que en cualquier parte del mundo puede hallarse, los ganaderos de Sonora están trabajando también en la conservación de especies del desierto, como el venado bura o el majestuoso borrego cimarrón, que llegaron casi a desaparecer y que ahora están en francas vías de recuperación (francas tenían que ser, pues son norteñas). Regresé de Sonora con un nuevo orgullo por este país nuestro, que tiene malos hijos, sí, pero muy pocos, mientras la inmensa mayoría trabaja, como estos sonorenses, por hacer de México una casa mejor para que en ella vivan los que después de nosotros vivirán... Sigue ahora un cuento de deplorable gusto cuya chocarrería contrastará con el lirismo del anterior discurso... Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, sufrió un mal gástrico de consideración. El médico le dijo que durante algunos días se le tendría que administrar el alimento por la vía rectal, y le pidió que fuera todos los días a su consultorio a recibir el nutrimento. Después de una semana se acostumbró Nalgarina a comer -digámoslo así- en esa forma. Un día el doctor la vio llegar caminando con un paso muy chévere, coqueto, meneadito, como moviendo el bote. "¿Por qué camina así?" -le preguntó con extrañeza. Responde Nalgarina: "Es que vengo masticando chicle"... FIN.

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