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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

En el Potrero se hacen largas las noches del invierno. Pronto se oculta el sol tras de los cerros, y por el rumbo de Las Ánimas llega ese viento frío que llaman “el norteño”. La gente se guarda entonces en sus casas; se oye sólo el ladrido de algún perro. En el fogón de las cocinas arde el fuego. Las mujeres tejen o bordan en silencio, y en silencio los hombres limpian sus aperos. Nadie habla; borbotea en la lumbre la olla del puchero. Yo bebo mi té de yerbanís a tragos lentos. ¿Qué estoy pensando? Nada. Aquí no pienso. Aquí dejo que lleguen los recuerdos. Y he recordado un cuento. Quizá lo oí de don Abundio, ya hace tiempo. Es pícaro ese cuento, y es travieso. Tiene sabor antiguo, como de medioevo. Los cuentos de este rancho son muy viejos, pero cuando los oyes vuelven a ser nuevos. Esta historia que digo, por ejemplo, me parece un relato juglaresco; algo como del Arcipreste o de Berceo. Si quieres te la cuento... Un sacerdote iba a un pequeño pueblo. En el camino halló a un viejo que lloraba lleno de desconsuelo. “¿Qué te sucede, hijo?” -le preguntó el viajero. “Me gano la vida con mi carretón -gimiendo dijo el otro-. Se me murió el caballo, y no puedo comprar otro. Soy pobre y no tengo dinero”. “Hijo -le dice el padre-. Dios es bueno. Ten fe, que pronto te dará consuelo. Dime: ¿quién tiene los mejores caballos en el pueblo?”. “Don Patrocinio -dice el carretonero-. Su cuadra está llenas de caballos buenos”. “Vamos a sus establos” -le ordena el padre, presto. Cuando llegaron le dice el señor cura al viejo: “Escoge un buen caballo, compañero. Ese alazán, si quieres o el overo”. “¡Pero, padre! -dice el otro con miedo-. ¡Iré a la cárcel por ladrón si hago eso!”. “Haz como digo -repite el cura, enérgico-, y déjame lo demás a mí, que sé mi cuento”. El campesino, entonces, escogió el overo. “Ahora vete” -le dijo el padre, y luego tranquilamente se durmió en el granero. Al día siguiente, don Patrocinio, el dueño, fue a ver a sus caballos. Al momento vio al cura en el sitio donde dormía el overo. “¡Padre! -lo despertó moviéndolo-. ¿Qué hace usté aquí? No entiendo”. El sacerdote se restregó los ojos, somnoliento. Volvió la vista alrededor, y luego se palpó con asombro todo el cuerpo. Se puso de rodillas, clamó al cielo, y dijo con recia voz y conmovido acento: “¡Gracias, Señor! ¡Ah, gracias, Padre bueno! ¡Perdonaste mi culpa, y me has devuelto otra vez, por tu amor, mi ser primero!”. “¿Qué dice, padre?” -preguntó el otro inquieto. “Oye mi historia -narró el padre, contento-. Era yo cura párroco de un pueblo. Conocí a una muchacha. De amor ciego, sentí por ella un inmoral deseo. Falté entonces al sexto mandamiento. En castigo a mi culpa el Dios eterno me convirtió en caballo. Me hallé por mi pecado en tu granero, y aquí estaba, expiando mi tormento. Pero, a Dios gracias, otra vez he vuelto a mi ser natural. ¡Soy humano de nuevo! ¡No soy caballo ya, sino hombre verdadero, y sacerdote. ¡Doy gracias al Cielo!”. Oyó don Patrocinio aquel suceso, y al escucharlo se quedó suspenso. Llevó a su casa al cura; lo llenó de obsequios; le dio comida y le entregó dinero para que hiciera el viaje hasta su pueblo. Pasaron unos meses -se va el tiempo-, y un día don Patrocinio fue al pueblo. Andaba por ahí el carretonero, feliz con su caballo, aquel overo. Lo conoció don Patrocinio, y muy severo se dirigió al caballo y le dijo con mucho sentimiento: “¡Padrecito! ¿Otra vez volvió a lo mesmo?”... FIN.

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