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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

“Un gatito me decía: ‘Yo soy de barrio...’”. Así empieza una de las canciones de Cri Cri. Yo, sin ser gatito, soy también de barrio. El mío fue el de San Francisco, en el vértice de los dos más tradicionales y antiguos barrios de Saltillo, el del Águila de Oro y el del Ojo de Agua. En el primero, el del Águila de Oro, se hallaban los obrajes donde nobles y silenciosos artesanos tejían esa maravilla en cuyos pliegues se quedaban quietos todo el sol y todos los arco iris del mundo: el sarape de Saltillo. Ahí estuvo el taller del maistro Abraham, que fabricaba cuchillos con temple y filo mejores que los aceros toledanos. (“Mis cuchillos -decía él- pueden partir un cabello en el aire”. Alguien le replicaba: “También las dagas de Toledo pueden partir en el aire un cabello”. Y don Abraham preguntaba, retador: “¿A lo largo?”). Del barrio del Águila de Oro atesoro recuerdos entrañables. En el patio de una de sus vecindades vi la primera pastorela de mi vida, una noche que parecía no iba a terminar jamás, con luz de hogueras y visiones fantasmagóricas de diablos. En un misérrimo cuartucho asistí al velorio de Juanita, la niña de tres años hija de nuestra criada Aurelia. Murió de tos ferina, la pequeña. Su joven padre, borracho de aguardiente y de dolor, me alzó en sus brazos para que viera al angelito, tendido en la mesa donde comía la familia. Tenía yo la misma edad de la niñita muerta, y no la he olvidado. Luego -la vida sigue; la vida siempre sigue- tuve en la calle de Bolívar una noviecita impúber, con color y calor de tabaco, que me enseñó la letra A del infinito alfabeto del amor (voy ya en la letra C). Pues bien: he aquí que el barrio del Águila de Oro, por muchos años olvidado, volvió a vivir de nuevo, con nuevo rostro y renovado orgullo. El gobernador Moreira -la crema de la intelectualidad defeña no lo quiere, pero la gente de su estado sí- cumplió una promesa que hizo a los vecinos, y ahora las sinuosas callejas tienen el brillo de los cuchillos que hacía el maistro Abraham, y las fachadas de sus casas muestran el colorido del sarape. Yo vivo en perpetuo trance de amor a mi ciudad, por eso aplaudo toda obra que le haga bien y realce sus bellezas. De ahí esta remembranza del antañón barrio saltillero, el del Águila de Oro, y el reconocimiento a los trabajos que lo hicieron volver a ser lo que antes fue... Capronio, hombre machista, hablaba de lo difícil que era su trabajo de vendedor casa por casa, y desdeñaba el que en la suya hacía su mujer. Cansada de los alardes del zoquete su esposa le propuso un día que cambiaran los papeles: ella saldría a vender, y él haría las tareas domésticas. Así lo hicieron. De sobra está decir que a eso de las 11 de la mañana, tras preparar el desayuno, arreglar a los niños, llevarlos a la escuela; luego de fregar los platos, barrer los pisos, lavar la ropa, hacer de comer, etcétera, etcétera, etcétera, el majadero tipo ya estaba derrengado. Acababa de preparar la comida cuando su esposa le anunció por teléfono que no iría a comer, pues tendría una reunión de trabajo. Tampoco iría a cenar, le anticipó, pues cenaría con unas amigas. Por la tarde siguió el tormento de Capronio: tuvo que llevar a los hijos a las clases de ballet, karate e inglés; volvió por ellos; les ayudó a hacer las tareas, los bañó; les dio la cena; los acostó; y luego se puso a planchar. Pasaba ya la media noche cuando por fin pudo acostarse. Molido, exhausto, quebrantado, se metió en la cama y apagó la luz. Y ya se disponía a dormir cuando lo asaltó un espantoso pensamiento: “¡Nomás falta que esta desgraciada venga borracha y con ganas de follar!”... FIN.

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