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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Un cazador iba por la selva africana, entrando a mano izquierda. Al llegar a un pequeño río de invitadoras aguas le vino el antojo de darse un chapuzón. Se quitó la ropa y se acercó a la orilla. En eso llegó un elefante que también se disponía a refrescarse en el río. El paquidermo ve de arriba abajo al hombre, y luego le dice con asombro: “¿Y puedes tomar agua con esa cositilla?”... Maturina, frondosa mujer que andaba ya en la cincuentena, se casó por fin. Su mayor ilusión era tener un hijo, pero pese a que ponía todo de su parte (y a que ponía también la parte correspondiente de su todo) la cigüeña no llegaba. Ya desesperaba cuando oyó decir que en cierto pequeño pueblo había una iglesia milagrosa: la mujer que en ella rezaba tres avemarías salía inmediatamente embarazada. Acudió, desde luego al dicho templo. Al llegar le pregunta al sacristán: “Perdone, señor: me dicen que aquí puede una encargar familia con tres avemarías”. Responde el sacristán: “No, señora. Es con un padre nuestro. Pero ahora no está”... Fui a Villaflores, hermoso sitio de La Frailesca, en Chiapas. Unos primos queridos, Emma y Hugo Corzo (allá los Corzos abundan más que en las leyendas becquerianas), me invitaron a ir a esa comarca llena de historia y tradiciones, llamada así en memoria de los antiguos frailes dominicos que la evangelizaron, y que aprovecharon el viaje para fundar ricas haciendas ganaderas, las cuales trabajaron con la desinteresada ayuda de esclavos africanos. Yo aproveché el viaje para presentar el gran libro que recoge los fastos de los primeros 15 años de la Rial -no Real- Academia de la Lengua Frailescana (o Fraylescana, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben). Esa docta corporación está formada por villafloreños que alguna vez se juntaron a hablar de los genios e ingenios de su pueblo, y acordaron recoger sus hechos y sus dichos, sus galanas ocurrencias y -sobre todo- sus modos de hablar, tan distintos a todos los de Chiapas, y por lo mismo a todos los de México y del mundo. La presentación del libro que dije la hice al lado de dos insignes chiapanecos: Eraclio Zepeda -Laco, para sus paisanos, que lo quieren y admiran como a uno de los mejores talentos de su tierra- y Héctor Cortés Mandujano. Eraclio es un extraordinario narrador; de los mejores cuentistas que hay en las letras mexicanas, y Héctor es un muy joven escritor dueño de excelente prosa y gran decidor de las cosas de su lugar de origen. Fue un honor para mí alternar con ellos. Por los buenos oficios de los académicos frailescanos se hizo la construcción del Centro Cultural de Villaflores, que a más de un teatro al aire libre, un auditorio, aulas para talleres, sala de sesiones y cafetería tendrá también -maravíllense mis cuatro lectores- un salón de nichos para que en ellos queden las cenizas de los ilustres miembros de la Rial, que saben reír incluso de la muerte. Miguel Ángel Carballo hizo mi presentación, y dijo: “Catón es hombre de gran sabiduría, autoridad en las letras y en la vida. Pero su mayor potestad está en lo ético -sin ser un moralista- y en su amor por México; cualidades que lo han llevado a ser, con todo derecho, ‘Orientador de la República’, que aunque lo dice en broma lo es en serio”. Y concluyó en verso: “... Hasta ahí la semejanza / con el Quijote y su lanza; / ya que en altura y grosor / nuestro invitado de honor / se parece a Sancho Panza”. No pué... Estamos en tiempos de la Segunda Guerra. Winston Churchill pronunciaba su célebre discurso: “¡Pelearemos en las playas, en el campo, en las ciudades...!”. “¡Mira! -le dice una londinense a su marido-. ¡Igualito que nosotros cuando salimos de vacaciones!”... Indicaba el letrero en el autobús: “Los niños de menos de 5 años pagarán medio boleto”. Se sube un pequeñín. “¿Cuántos años tienes, niño?” -le pregunta el chofer. “Cuatro” -responde la criatura. Le pregunta el hombre, suspicaz: “¿Cuándo cumplirás los cinco?”. Responde el chiquillo: “Cuando me baje del autobús”... Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue con un siquiatra y le dijo: “Doctor, necesito su ayuda. Desde hace algunos meses he dado en creer que soy gallina”. “¿Leghorn o Rhode Island? -inquiere el analista-. Se lo pregunto porque el tratamiento es distinto, según el caso. Sea lo que fuere, trataré de quitarle esa extraña manía de creerse gallina”. “¡No, doctor! -se alarma la señorita Himenia-. Así estoy muy a gusto. Lo que quiero es preguntarle si no hay entre sus pacientes alguno que se crea gallo... FIN.

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