Llegó Facilisa a la demarcación de policía. “Vengo a denunciar a mi vecino Libidiano -le dice al oficial de guardia-. Me violó”. Pregunta el oficial: “¿Es la primera vez que le hace eso?”. “Sí, -contesta Facilisa-. Las otras veces me pagó”... Doña Gorgolota fue a pasar dos días con su hija casada. Al empezar la cena el yerno le informa: “Suegra: voy a tomarme unas cubitas, y probablemente se me suban. Si la invito a quedarse un par de semanas en la casa le ruego tomar en cuenta que ando borracho, y que realmente no quiero eso”... Jactancio, sujeto vano y presuntuoso, pensaba que todas las mujeres se prendaban de él a primera vista. Notó que una vecina suya, joven señora de muy buen ver y de mejor tocar, lo miraba con insistencia cada vez que pasaba junto a él. Supuso, claro, que también había sido arrebatada por sus varoniles atractivos. Su pensar se confirmó un día que la vecina lo detuvo al paso y le dijo: “Perdóneme, vecino, pero desde que lo vi por la primera vez no pude menos que notar sus fuertes músculos, su poderosa espalda, su fuerza de varón”. “Gracias, vecina” -respondió Jactancio inflando el pecho. “Me apena decírselo -prosiguió ella-, pero mi marido sufre una cierta debilidad, y he pensado que usted podría...”. “Entiendo, vecina -la interrumpe el vanidoso tipo con expresión de suficiencia-. Me tiene a su disposición”. “Mi marido no estará en casa mañana por la tarde -le informa la señora-. Ahí lo espero”. Llegada la ocasión Jactancio se duchó; vistió su mejor ropa interior; se puso la playera que mejor dejaba ver su musculatura; se aplicó la loción que más le había sido alabada por las damas, y con garboso paso se dirigió a la casa de la vecina. Elle le abrió la puerta y le dijo: “¡Qué músculos! ¡Qué fuerza!”. Lo llevó a la cocina y le pidió: “¿Sería tan amable de moverme el refrigerador de esta parte a esta otra?”... Diez amigos que vivían en Tirilío, pequeño pueblo, hicieron un acuerdo singular: cada uno aportaría mil dólares a un fondo común; rifarían entre ellos la cantidad, y el que ganara la rifa iría a París y se gastaría todo el dinero en una gloriosa noche en la mejor casa de mala nota de aquella gran ciudad. De regreso les contaría la experiencia a sus amigos. Se entregaron las aportaciones; se efectuó la rifa y el ganador resultó ser Fortunio. Le compraron su boleto de avión y lo llevaron al aeropuerto. Ahí lo despidieron con abrazos y exhortaciones para que disfrutara plenamente de aquella experiencia sin igual. Cuando volvió el viajero se reunieron los amigos para que les contara su experiencia. “¡Qué ciudad es París! -comienza Fortunio-. La Torre Eiffel... El Sena... El Louvre... Notre Dame... ¡No hay nada igual en Tirilío!”. “Sí, sí -lo apremian los amigos-. Pero háblanos de la casa de mala nota y lo demás”. “¡Ah! -exclama con embeleso Fortunio-. ¡Qué casa aquélla! Pisos de mármol... Paredes forradas en cedro y caoba... Escaleras de pórfido... Estatuas de alabastro... Cortinas de terciopelo y de brocado... ¡No hay nada igual en Tirilío!”. “¡Sigue, sigue!” -le piden sus ansiosos oyentes. “Primero fui al bar -relata Fortunio-. ¡Qué bar aquél! Una cava como una catedral... Vinos con un siglo de añejados... Cognac de lo mejor... Un río de champaña... ¡No hay nada igual en Tirilío!”. “Bien, bien -se impacientan los amigos-. Al grano”. “Bueno -continúa Fortunio-. Después del bar me dirigí a la sala donde estaban las muchachas. ¡Qué mujeres! Rubias... Trigueñas... Pelirrojas... Orientales... Caucásicas... Africanas... ¡No hay nada igual en Tirilío!”. “¡Caramba! -se desesperan los otros-. ¡Ya cuéntanos lo que queremos oír!”. “Para allá voy -replica Fortunio-. Vino hacia mí una mujer preciosa. Ojos como de fuego... Boca sensual... Grupa de potra arábiga... Senos de marfil y rosa... Cabello que casi le llegaba hasta los pies... ¡No hay nada igual en Tirilío!”. “¿Y después?” -lo apresuran los amigos. “Me tomó de la mano -cuenta Fortunio- y me llevó a una habitación”. “¿Y luego? ¿Y luego?” -preguntan ansiosamente los otros. “Luego -concluye Fortunio-, todo fue exactamente igual que en Tirilío”... FIN.