Un argentino le pregunta a otro: “Decime, che pibe: ¿quién es una tal Nalgarina Granderriére?”. Contesta el otro: “Es una vedette de moda; bailarina; cantante mediocre, con más nachas que voz”. “¿Más nachas que yo? -se enoja el argentino-. ¡No puede ser!”... A un señor se le olvidaba cerrarse el zipper del pantalón. Su esposa le hacía notar eso en presencia de la gente. “En adelante -le pide el tipo- no digas: ‘Traes abierta la bragueta’. Eso me apena y mortifica. Di algo como: ‘Se me abrió el bolso’. Yo entenderé”. En la siguiente fiesta dice de pronto la señora: “¡Ah, caray! ¡Se me abrió el bolso! ¡Y para colmo se me salió el lapicillo labial!”... El problema no es que tengamos un mal plan anticrisis. El problema es que tenemos una mala crisis antiplán. La administración calderonista tardó en reconocer la gravedad de los problemas económicos que se venían, y dejó de tomar medidas oportunas que quizás habrían servido de algo en esta coyuntura. Al menos debió advertirnos que llegaban días difíciles, para de perdido poder decir: “Ah chingao”, expresión interjectiva que sirve para expresar preocupación, y que ayuda mucho a aligerar el ánimo. (“¿De qué murió tu abuelita, Pepito?”. “De maldiciones”. “¿Cómo de maldiciones?”. “Sí. Nomás dijo: ‘Ah chingao, ah chingao’, y se murió). El plan de Calderón para hacer frente a la crisis ha sido muy criticado. Lo cierto es que poco puede hacer cualquier hacedor de planes para prever todas las consecuencias que un problema de tan enormes proporciones como esta recesión puede traer consigo. (“Si quieres hacer que Dios se ría muéstrale tus planes”). El futuro es siempre incierto, dudoso, precario, inseguro y aleatorio. Sobre todo aleatorio. El mejor plan anticrisis será entonces el trabajo, más la confianza en nosotros mismos, la sobriedad y el ahorro (y encomendarnos a la Virgencita de Guadalupe)... La esposa de Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, era mujer proclive al dramatismo. A su lado las grandes trágicas del teatro -Sarah Bernhardt, María Guerrero, la Duse, Margarita Xirgu, María Tereza Montoya, hasta llegar a doña Ofelia Guilmáin- eran tiples cómicas. Cualquier ligero inconveniente -el foco que se fundía; el gato que no llegaba de su incursión nocturna, la plancha que se descomponía- era motivo suficiente para que la señora prorrumpiera en espantosos ululatos, se mesara los cabellos como erinia y derramara un Niágara de llanto. Cierta noche Empédocles llegó borracho a su casa, costumbre que ejercitaba un día sí y el otro también. Su mujer encontraba en las peas de su esposo un buen pretexto para ejercer su vocación dramática, de modo que cuando lo vio así, ebrio, alzó los brazos al cielo, echó hacia atrás la cabeza y lanzó desde lo más hondo de su ser un grito espeluznante capaz de helar la sangre del hombre más valeroso y esforzado. “¡Ay, Empédocles! -clamó con desgarrado acento-. ¡Tú me vas a enterrar!”. ¡Adió! -respondió calmoso Etílez usando una expresión norteña que sirve para manifestar admiración o duda-. ¿A poco crees que con el frío que hace, y con la borrachera que me cargo, voy a ponerme a cavar una fosa a estas horas?”... En cierto pequeño pueblo las devotas de San Ramón Nonato, patrono de las parturientas, le hicieron una petición al santo. Querían que en el momento de dar ellas a luz el padre de la criatura sintiera también los dolores del alumbramiento. Quizá de esa manera sus esposos ya no les solicitarían con tanta asiduidad la celebración del acto natural que a la maternidad conduce. El santo les concedió el deseo. Cierto día el dueño de la botica y el cura del lugar estaban conversando, cuando llegó corriendo un muchachillo a avisarle al boticario que su mujer estaba dando a luz. “Qué extraño -dijo el hombre-. No siento ningún dolor”. En ese momento el cura se llevó las manos al vientre y gritó: “¡Aaaaay!”... (No le entendí)... FIN.
