Capronio, rudo sujeto incivil y descortés, le dice a Dulcilí, compañera suya de oficina, muchacha poco dotada en la parte posterior: “Voy a contarte un cuento tan bueno que se te van a caer las pompis de la risa”. Luego, en forma estudiada, la revisa por atrás y añade con fingido desencanto: “¡Uh, ya te lo contaron!... Aquel señor acertó a pasar en el curso de un viaje por la ciudad donde estudiaba su hijo. Aunque era ya de noche, y tarde, tomó un taxi para ir a visitarlo. Llegó a la casa y tocó el timbre. Se abre una ventana del segundo piso y asoma la cabeza un joven. Pregunta el viajero: “¿Aquí vive Leovigildo Patané?”. “Sí -responde el muchacho-. Recárguelo en la puerta; ahorita bajamos nosotros a recogerlo”... Un empresario le dice con disgusto a otro: “Todos tus amigos estamos avergonzados de ti, Adulacio. Nos contaron que pediste un crédito en el banco, y para conseguirlo llegaste al vergonzoso extremo de humillarte ante el gerente, tanto que hasta le besaste la mano cuando te dio el dinero”. “¡Uh! -se burla el tal Adulacio-. ¡Y no te imaginas qué es lo que me va a tener que besar él para que yo le pague!”... Un día sí y otro también escuchamos o leemos la noticia de que se creará otro partido político en México. “Éramos muchos y parió la abuela”, dice la antigua frase popular. No necesitamos más partidos políticos; necesitamos verdaderos partidos políticos. Algunos de ellos son más bien negocios, empresas familiares o individuales operadas con venalidad y sin escrúpulos. Si subsisten es sólo en virtud de una viciada y viciosa legislación electoral que deja campo para que algunos politicastros sigan medrando a costa del contribuyente. No digo que en México debería haber dos partidos nada más, como en Estados Unidos. El espectro político de México es más diverso, y más complejo. Pero con tres partidos -uno de izquierda, uno de centro y uno de derecha- quedarían representadas todas las corrientes. Los partidos que forman la llamada “chiquillada” son restos de un tiempo en el que no había democracia en México. Por virtud de la democracia deberían desaparecer... Cierto señor asistió a una convención en Acapulco. Estando en la playa conoció a una atractiva mujer con la cual entabló conversación. Tan bien se entendieron que ella lo invitó a verla aquella misma noche en el bar del hotel en que se hallaba. Ahí se entendieron mejor: ella lo invitó ahora a acompañarla a su habitación. Al principio todo fue muy bien. El sujeto, sin embargo, empezó a preocuparse cuando se dio cuenta de que la mujer era insaciable. Después de la primera manifestación amorosa pidió inmediatamente la segunda, y luego una tercera, y otra más. El hombre tendría que haber sido de Saltillo para hacer frente con solvencia y sin dificultad a aquellas repetidas solicitaciones. Pero ante los asaltos de la ávida ninfómana el pobre tipo estaba ya desmadejado, exánime, feble, laso, exhausto y agotado. Aun así la tremenda mujer no lo dejaba en paz. Desfallecido, en la más total extenuación, el infeliz llegó a temer que en aquel trance dejaría la vida, pues la voraz fémina no daba trazas de suspender sus exigencias. De pronto el señor vio cerca su salvación: la mujer se disculpó para ir al pipisrúm. Ese momento lo aprovechó el fatigado individuo para vestirse a toda prisa y salir a la carrera de la habitación. Huyó del malhadado hotel, y con premura se dirigió a su alojamiento, volviendo la vista a cada rato a ver si la mujer no lo seguía. Llegó por fin a su cuarto, y fue inmediatamente a desahogar una urgencia menor, efecto natural del sobresalto que sentía. Pero ¡horror! ¡No podía encontrar la parte que necesitaba para cumplir aquel urgente trámite! Baja la vista y dice con trémula palabra cariñosa dirigiéndose a su entrepierna: “Sal, linda; no tengas miedo. La mujer ya no está”... FIN.
