Cierto día Avaricio, individuo cicatero, fue al parque. Ahí vio a una muchacha que aspiraba grandes bocandadas de aire. “¿Le sucede algo, señorita?” -le pregunta. “No -responde ella-. Lo que sucede es que he aprendido a alimentarme de aire. Respirando así se me quita el hambre, y no necesito ya comer”. Avaricio, que no se había casado por temor a encontrar mujer muy gastadora, le pidió su teléfono a la chica y al día siguiente la invitó a cenar. “Iré por acompañarlo -dice ella-, pero yo tomaré sólo mi acostumbrada ración de aire”. ¡Qué prodigio! pensó el cutre. ¡Una mujer que no comía! Para no hacer el cuento largo, Avaricio cortejó a la muchacha, y acabó casándose con ella. Pero ¡oh, sorpresa ingrata! Al día siguiente de la noche de bodas bajaron a almorzar, y ella pidió todos los platillos de la carta. “¿No decías que te llenabas con puro aire?” -pregunta Avaricio, desolado-. “Antes sí, -responde ella sin dejar de engullir-. Pero ya me ponchaste”... Extraño pueblo es el norteamericano. Tan extraño como todos los demás pueblos del mundo. Los pueblos se forman con hombres, y extraños seres son los hombres. Unos asumen esa extraña conducta que es el bien. Otros aportan esa costumbre, aún más extraña, que es el mal. Algunos norteamericanos buenos -científicos, ecologistas, biólogos- salvaron al halcón peregrino de la extinción definitiva. Quedaban veinte parejas de esa ave. Después de varios años de instensos cuidados hay ahora un número de halcones suficiente para asegurar la supervivencia de la especie. Otros norteamericanos malos -policías brutales, fanáticos de la raza blanca, torpes rednecks - persiguen a otros peregrinos, y quisieran acabar con ellos. Esos peregrinos son los migrantes mexicanos, víctimas de hostigación y crueldades cuya injusticia clama al cielo. ¿No podrían los norteamericanos buenos proteger a esos peregrinos, aunque no sean halcones?... Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras célibes solteras, veían a un guapo joven cuyo perfil se recortaba contra el escarlata y el carmesí del sol occiduo. (Esta última frase se oye bastante mamucona, pero así la voy a dejar). Comenta Himenia con admiración: “¡Qué gran silueta tiene ese muchacho!”. Le dice, desdeñosa, la señorita Celiberia: “¡Anda! ¡Son las llaves!”... Don Algón, maduro ejecutivo, les confesaba a sus amigos en el club: “Todavía persigo a mi secretaria alrededor del escritorio, pero ahora lo hago muy despacito. Me da miedo alcanzarla”... Un señor que quería averiguar cierta dirección se dirige en la calle a una guapa chica: “Perdone, señorita -le dice-. ¿Me permite un segundo?”. “Con todo gusto -responde la muchacha-. Pero dígame: ¿cuándo le permití el primero?”... Doña Panoplia, dama de sociedad, fue a comprar un pavo. “Lo quiero americano, de Nueva Inglaterra” -le exigió al hombre que despachaba en el mostrador. El tipo le presentó uno. Ante el asombro del sujeto doña Panoplia introdujo un dedo en el traspuntín del pavo y luego dijo: “Este pavo no es de Nueva Inglaterra. Es de California”. Le muestra otro el hombre, y doña Panoplia repite la operación: pone su dedo en el orificio posterior del ave. Luego dictamina: “Tampoco este pavo es de Nueva Inglaterra. Es de Wisconsin”. “Seño -dice con impaciencia el hombre-. Uté no etá pa’ sabelo, pero toos nuestras pavos son de Nueva Inglaterra”. “Claro que no -replica doña Panoplia-, aunque me lo diga con ese extraño modo de hablar, que casi no se entiende. ¿De dónde es usted?”. El hombre se baja el pantalón y lo demás, se inclina para mostrarle el tafanario a la mujer, y luego la desafía: “A ver, adivine”... FIN.