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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Simpliciano, joven romántico y soñador, le dijo a Pirulina: “Te invito a disfrutar el véspero”. “A verlo” -pidió ella. El muchacho le explicó que el véspero era el atardecer, del cual gozarían en un paseo por el parque. A Pirulina le gustaban otros placeres de más sustancia y entidad, pero por no poner tristeza en el ánimo de su idealista amigo aceptó la inocente caminata. Iban, pues, por el parque cuando pasó un automóvil lleno de burlones jovenzuelos. Uno de ellos sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó a Simpliciano: “¡Fóllatela!”. Al pobre muchacho le apenó tanto aquella procaz majadería que tomó por el brazo a Pirulina y de inmediato la llevó a su casa. “Siento mucho lo que sucedió -le dijo acongojado-. ¿Podré verte mañana?”. Contundente y lacónica respondió Pirulina: “No”. “¿Por qué no?” -se atribuló Simpliciano. Replica Pirulina: “Porque eres muy soberbio. No sabes admitir una buena sugerencia”... Al final de esta columnejilla viene “La Triste Historia del Indejo que se Echó él Mismo de Cabeza”. En ella aprenderemos que a veces conviene pensar un poco antes de hablar... “Señor Catón: Saludos, y quiero decirle que gracias a usted he tenido muchas mañanas felices en mi cama”. Al leer eso traje a la mente recuerdos olvidados y pensé: “¿Quién será ella?”. Pero seguí leyendo: “Mi esposo me lee su columna al empezar el día, y eso me alegra toda la mañana”. Díganme mis cuatro lectores si un recado así, que me fue entregado en propia mano por una gentilísima señora en la Feria del Libro del Palacio de Minería, no es para llenar de dicha el alma de cualquier escribidor. Presenté ahí mi más reciente obra: “La Otra Historia de México. Hidalgo e Iturbide. La gloria y el olvido”. ¿Cómo podré dar las gracias al público que abarrotó el hermoso Salón de Actos? Cuando salí a escena el auditorio me recibió con un aplauso que parecía eterno. Tuve dificultades para empezar a hablar, pues me emocionó el afecto de la gente. Y de otra generosidad supe también. Al día siguiente mis amigos del Grupo Editorial Planeta me invitaron a visitar sus oficinas, y me mostraron la puerta de cristal de la sala de consejo. Ahí, grabados con caracteres indelebles, se leen varios nombres. “Son -me dijeron- los de nuestros autores más leídos y más queridos”. Ahí García Márquez. Ahí Juan José Arreola. Ahí Ángeles Mastreta. Ahí Jorge Ibargüengoitia. Y ahí -¡oh sorpresa!- mi nombre, junto al de aquellos grandes. Abajito, claro, como debe ser, pero en su compañía. Con algunos hombres la vida es muy injusta, porque les da menos de lo que merecen. También conmigo la vida ha sido injusta, pues siempre me ha dado mucho más de lo que podría yo llegar a merecer. Le agradezco a la vida su injusticia... Viene ahora “La Triste Historia del Indejo que se Echó él Mismo de Cabeza”. Aquel señor llegó a su casa en horas de la madrugada, tras de correrse con sus amigos una parranda homérica. Al llegar sintió un amago de hambre, y se guisó un par de huevos revueltos (scrambled eggs, para mis lectores del Hemisferio N orte). Luego se fue a la cama a dormir el intranquilo sueño de la borrachera. De él lo sacó su esposa horas después. Tras de moverlo para que despertara le gritó con acento destemplado al tiempo que blandía ante él, amenazante, una tremenda cacerola: “¿Qué hiciste anoche, desdichado?”. Lleno de susto, aún medio dormido y alzando las dos manos para protegerse del cacerolazo que ya veía venir, el infeliz acertó a contestar: “¡Te juro que yo nomás bailé!”. “¡Ah! ¿También eso, cabrísimo grandón? -replica furiosa la mujer-. ¡Ya lo veremos luego! ¡Pero mira cómo dejaste la cacerola! ¡Le raspaste toda la capa de teflón!”... FIN

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