Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, fue a consultar a un abogado. Le preguntó: "¿Es cierto que muchos fumadores están demandando a las compañías cigarreras por el cáncer que les provocaron?". "Así es, en efecto" -respondió el letrado. "Y ¿es cierto -prosiguió Pitongo- que muchos hombres y mujeres están demandando a los restoranes de comida rápida por la obesidad que les causaron?". "También es cierto" -contestó el licenciado. "Entonces -concluye Afrodisio- yo voy a demandar a los fabricantes de vinos y licores por todas las mujeres feas con las que me he acostado"... Evoco cariñosamente al Oaxaquita, un músico de mi ciudad. La gente lo llamaba con afecto así, "el Oaxaquita", no porque viniera de Oaxaca, sino porque Oaxaca era su apellido. Tocaba el violín ese señor tan bueno. Muy temprano llegaba a las casas donde vivía alguien que ese día celebraba su santo o su cumpleaños, y le tocaba las Mañanitas, y alguno de aquellos entrañables valses a cuyos acordes se casaban por el civil nuestros abuelos: "Olímpica", "Recuerdo", "Julia", "Club Verde", "Ojos de Juventud". (Al oírlos era obligado decir: "Hasta parece que me estoy casando"). En aquellos años se acostumbraba en Saltillo que la gente desayunara y almorzara. El desayuno era frugal: una taza de café o de chocolate con una pieza o dos de pan de azúcar. Eso era solamente "para hacer estómago". Luego, tras de cumplir los primeros deberes de la jornada diaria - el de los hombres, llevar el pienso a los animales del corral; abrir la tienda o el taller; el de las señoras, poner alpiste en la jaula de los pájaros; barrer y regar el frente de la casa-, venía el almuerzo, éste sí muy sustancioso, de barbacoa o menudo; de huevos con chorizo o carne seca; todo con generosa añadidura de frijoles y abundante dotación de tortillas de harina. ("Si son de máiz ni me las miente; si son de harina ni me las caliente"). Todos en la ciudad querían bien al Oaxaquita. Cuando acababa de tocar lo invitaban a que entrara, y lo sentaban a la mesa. Le preguntaba la señora de la casa: "¿Qué quiere, Oaxaquita? ¿Desayunar o almorzar?". El músico bajaba la cabeza, humilde, y respondía con timidez: "Las dos cositas". En esa frase, digo yo, hay una gran sabiduría que también se halla en la doctrina llamada "eclecticismo", actitud conciliadora que rechaza los extremos y toma lo mejor de dos posturas contrarias. El Papa Benedicto levantó revuelo con las declaraciones que hizo en África respecto del condón. Cosa curiosa es que para efectos de regular los nacimientos la Iglesia admite las matemáticas -el método del ritmo-, pero no la física, y tanto para ese fin como para el de evitar enfermedades rechaza el uso del preservativo, y recomienda en su lugar la abstinencia, que es cosa -reconozcámoslo- difícil de lograr. Desde mi humilde posición, tan humilde como la del Oaxaquita, yo pienso que se deben usar las dos cositas, pues en ambas se ejerce esa virtud valiosa llamada responsabilidad. Lo ideal es la abstinencia, ciertamente, pero si en un momento dado la realidad se impone y las hormonas pueden más que las neuronas, entonces habrá que echar mano del hulito, pues así como más vale casarse que quemarse, también vale más cubrirse que hacerse daño o provocarlo a otro. Las dos cositas, como dijo el Oaxaquita... Doña Holofernes, esposa de don Poseidón, tuvo una ocurrencia peregrina. Se compró un perico que hablaba mucho, y bien, y lo echó en el corral. Pensaba que el cotorro podía enseñar a hablar a las gallinas. No contó doña Holofernes con el gallo. Tan pronto el rey del corral miró a aquel visitante de atractivo plumaje y de pasito chévere, fue hacia él con intención libidinosa. Vio venir al gallo el periquito, y levantando un ala para marcarle el alto le dijo con tono imperativo: "¡Momento! ¡No soy eso que crees! ¡Yo vengo aquí como profesor de idiomas!"... FIN.