¿Qué significa LXIX? Significa que en tiempos de Roma eso ya se hacía. Quiero decir que en cosas de la cintura para abajo todo tiempo pasado fue igual. No hay nada nuevo bajo las sábanas. La misma florida imaginación que en materia de sexo y de sensualidad mostró Pasolini en "Le Centoventi Giornate di Sodoma" tuvieron los hombres y las mujeres del ayer -y del antier y el anteantier- para inventar maneras de disfrutar los goces que del humano cuerpo pueden derivar. Pondré un ejemplo. En mi búsqueda de datos para hacer "La Otra Historia de México" hallé una carta escrita el 11 de octubre de 1845 por un joven soldado norteamericano a su esposa. Acampado cerca del río de Las Nueces, listo para entrar en acción contra los mexicanos -"those niggerly rascals", esos prietos bribones-, el muchacho sentía nostalgia de su casa, y evocaba con ardimiento las delicias del lecho conyugal. "Cuando regrese a casa -le escribía a su mujercita- querré besarte toda. ¿Me lo permitirás? Sé que lo harás, porque en el barco me dijiste que a mi regreso harías todo lo que yo te pidiera. Te besaré una y otra vez los labios, las tetitas, el vientre, las piernas, y también lo que está entre ellas...". Esta carta viene en el libro "War Diaries and Letters", compilado por Jon E. Lewis, editorial Carrol & Graff, New York, 1999, y muestra que en lo que al sexo atañe nadie inventa nada, pues todos los continentes han sido descubiertos ya. Desde luego hay cosas que para algunos pueden ser peregrina novedad, según lo prueba el cuento que ahora sigue, intitulado "El sexo oral como método de sanación", cuya lectura las personas con escrúpulos morales deben evitar. Sucede que en Estados Unidos una anciana enfermó de gravedad, y entró en agonía. Su esposo, amable viejecito que en otros tiempos había sido vehemente partidario del presidente Roosevelt, preguntó al médico si no había manera de sacar a su amada compañera del estado de coma en que se hallaba. Le dijo el facultativo: "Sólo una fuerte impresión podría hacer que la señora volviera a sus sentidos". Inquirió el señor, ansioso: "¿Qué impresión podría ser ésa?". Respondió el galeno: "Dígame: usted y su esposa ¿practicaron alguna vez el sexo oral?". "Sí -respondió el viejecito-. De vez en cuando hablábamos del tema". El médico, divertido, le dijo que eso no era sexo oral, y luego le aclaró lo concerniente al caso. El anciano, lleno de asombro, le dijo que no sabía que eso pudiera hacerse, y vaciló: "No sé qué habría pensado de esto el presidente Roosevelt". Le contestó el doctor: "Entre personas que se aman todo se puede hacer cuando hay conciencia, libre consentimiento, respeto mutuo y cuidado de no dañarse ni dañar. Si usted y su señora no practicaron nunca el sexo oral, aunque ella no esté ahora en posesión de sus sentidos creo que esa expresión de amor por parte de usted podría sacarla del profundo letargo en que se encuentra". Un perdido a todas va, dice el refrán. Y a todo. El viejecito se avino a recurrir a esa medida extrema con tal de arrancar de las garras de la muerte a la amada compañera. Así pues, en la privacidad del cuarto aplicó el tratamiento prescrito por el médico. ¡Milagro! Con las primeras sensaciones el rostro de la enferma se coloreó con un rubor de encanto; la señora abrió los ojos; en sus labios se dibujó una extática sonrisa, y finalmente se enderezó en el lecho llena de vida y de salud. "¡Aleluya!" -gritó con clamoroso júbilo. Acudió el médico al escuchar aquella exultación, y halló al anciano llorando desconsoladamente. "Pero, señor -le preguntó con extrañeza-. Su esposa ha vuelto a la vida. ¿Por qué, entonces, llora usted?". Replica acongojado el viejecito: "Es que pienso que con el mismo tratamiento habría podido yo salvar a Mrs. Roosevelt"... FIN.