Don Cornulio cometió una gravísima imprudencia que ningún esposo debe nunca cometer. Salió de viaje; dijo que iba a regresar tal día, y regresó un día antes. Irreflexiones como ésa son contrarias a toda urbanidad, y vulneran las normas de la vida en matrimonio, garantía paz entre los cónyuges. Todo marido sabio debería hacer lo que aquel maquinista de tren, que al llegar al pueblo donde tenía su hogar hacía sonar cinco o seis veces el silbato de la locomotora, a fin de anunciar a su mujer que había llegado ya, y evitarle la pena de ser sorprendida en algún trance inconveniente. A falta de pito de locomotora, una oportuna llamada telefónica o un breve mensaje electrónico pueden servir para el efecto. Ninguno de esos útiles medios usó el irresponsable don Cornulio, y en el pecado tuvo la penitencia. Cuando entró en la alcoba halló a su esposa en la cama, a pesar de que era temprano por la tarde. Revueltas estaban las sábanas del lecho, como si en él hubiese tenido lugar un pugilato. La señora, presa de inexplicable agitación, estaba en peletier -o sea desnuda-, sin nada encima aparte de unas gotas de Chanel. Al lado de la cama, en una silla, había prendas de varón: ropa interior, camisa, pantalón, más los correspondientes calcetines y zapatos, que estaban en el suelo. Don Cornulio, intrigado, paseó la vista en torno suyo, y luego le preguntó a su esposa: "¿Por qué estás desnuda en la cama a estas horas?". "Tenía calor" -respondió ella. "¿Calor? -repitió don Cornulio-. Afuera la temperatura es de 3 grados Celsius bajo cero, y aquí en la casa no debemos estar a más de 16. ¿Y así sientes calor?". "Los bochornos de la mujer -se defendió la esposa- no guardan relación alguna con el termómetro oficial". "Ya veo -se tranquilizó algo don Cornulio-. Pero, dime: ¿a qué esa nerviosidad que observo en ti?". Contestó la señora: "Me tiene preocupada la situación mundial. Los efectos globales de la recesión me inquietan, lo mismo que las tensas relaciones entre Israel y el mundo arábigo por efecto del establecimiento de colonias israelíes en la región de Cisjordania". "Tienes razón -asintió, pensativo, don Cornulio-. Esas graves cuestiones son para intranquilizar a cualquiera, y más a alguien con la fina sensibilidad que tienes tú. Pero otra cosa me perturba a mí, aparte de la situación mundial: veo sobre esa silla ropas de hombre que no reconozco de mi propiedad. Especialmente los calzones los noto demasiado grandes. Seguro estoy de que no me pertenecen". "Te acabo de comprar toda esa ropa -replicó la señora-. Era una sorpresa para cuando llegaras". "Pero te digo que todo es de mayor talla que la mía -insistió don Cornulio-. Especialmente los calzones. No tengo yo con qué llenarlos". Explicó ella: "He notado que estás comiendo mucho, y quise que tuvieras desde ahora ropa que te quede cuando tu peso, volumen y masa corporal aumenten". "Plausible previsión es ésa -se satisfizo don Cornulio al oír el argumento-. Nada como la planeación". Calmadas ya todas sus inquietudes con las explicaciones de su esposa, don Cornulio se dirigió al clóset a fin de colgar su saco y su corbata. Al abrir la puerta vio ahí a un individuo. "¿Qué hace usted aquí?" -le preguntó, desconcertado. "Dígame -le respondió con toda calma el individuo-. ¿Creyó usted todo eso que le dijo su mujer?". "Desde luego que sí -respondió con firmeza don Cornulio-. Al pie del altar me juró fe, y no tengo por qué dudar de su sagrado juramento. Punto por punto di crédito y confianza a todo lo que mi esposa me acaba de decir". "Muy bien -replica el individuo-. Entonces sea usted tan amable de cerrar la puerta del elevador. Voy al noveno piso"... FIN