El humor es una cosa muy seria. Yo lo he estudiado mucho, pues de él vivo -o sea de milagro, pues el humor es un milagro de la mente humana-, y creo poder decir que el chiste más antiguo es uno que en Grecia se contaba ya hace 2,500 años. Según ese relato una comadrona fue llamada con urgencia para atender a una parturienta que estaba dando a luz por primera vez. Acudió la mujer, y vio con gran sorpresa que la primeriza no se encontraba en el lecho: yacía tendida sobre el duro suelo. Ahí gemía y gritaba por los dolores acerbísimos del parto. Le preguntó, asombrada: "¿Por qué estás en el suelo? Sube a la cama". "¡Ah no! -se asustó la parturienta-. ¡Tú quieres que regrese al mismo sitio donde todos mis males comenzaron!". Posiblemente este sea el primer chiste registrado en los anales del humorismo picaresco. Los dolores del parto, en efecto, son muy grandes. No lo digo por experiencia, claro, sino por testimonios valederos, y por lógica deducción. Un notable científico germano, Ferdinand Leseid, compadecido por los dolores que la mujer sufría al dar a luz, inventó una portentosa máquina gracias a la cual el marido podía participar junto con su esposa, y ayudarla, en el trance de dar a luz. Merced a ese aparato el hombre asumía una porción grande o pequeña, según su resistencia física, de los dolores que en el parto experimentaba su mujer. La máquina tenía un botón que el propio esposo manejaba. Haciéndolo girar en la dirección de las manecillas del reloj el marido podía hacer que disminuyeran los dolores que sentía su esposa, al tiempo que los suyos aumentaban. El aparato fue un gran suceso, y pronto fue empleado profusamente en clínicas y hospitales. A las mujeres les parecía muy bien que sus maridos sintieran algo de las penalidades que por su causa sentían ellas, y a los esposos les agradaba mucho compartir las fatigas del alumbramiento, pues eso los hacía valorar más a sus esposas y a sus hijos. Había un problema, sin embargo. Ningún marido aguantaba más del 10 por ciento de los dolores del parto. Cuando el botón llegaba al grado 10, de 100 que tenía la escala del dolorímetro -así se llamaba ese control-, el esposo prorrumpía en horrorosos gritos y ululatos; se retorcía por los dolores, y a veces hasta quedaba privado del conocimiento. La esposa, entonces, tenía que hacerse cargo del resto del dolor. En verdad la ayuda que el marido ofrecía a su mujer no era tan grande. Sucedió un día, sin embargo, que un esposo pidió ser sometido a la máquina del doctor Leseid. Cuando los dolores de parto de su mujer dieron principio, el marido fue conectado al artilugio, y él mismo empezó a hacer girar la perilla que graduaba la intensidad del dolor que él sentiría. Llegó al grado 10, el máximo que los hombres aguantaban, y siguió dando vuelta a aquel botón. Los dolores de su esposa fueron disminuyendo gradualmente. El marido, estoico, seguía haciendo girar la perilla. Bien pronto los dolores de la esposa desaparecieron por completo. La aguja marcaba 100 grados de dolor para el marido, y ninguno para la mujer. La esposa dio a luz felizmente, sin sentir penalidad alguna. Todos aplaudieron la abnegación y resistencia del esposo, que había asumido para sí todos los dolores. Salieron los dos del hospital entre las felicitaciones de médicos y enfermeras, que admiraban la gran fortaleza del marido, pues ni siquiera había dado muestras de sentir molestia alguna. Y sucedió que cuando el esposo y su mujer llegaron a su casa hallaron muerto al lechero en la puerta del domicilio conyugal. Tenía en el rostro un espantoso rictus de dolor... El cuentecillo enseña una verdad muy grande: no es cualquier cosa ésa de ser padre... ¡Felicidades en su día a todos los papás!... Hoy a la 1 de la tarde estaré en la Feria del Libro de León. Ahí me encontraré con mis queridos cuatro lectores, y con ellos compartiré cosas de mi vida y de mis aventureras obras. ¡Nos veremos y nos abrazaremos en el afecto y la amistad!... FIN.
