Decía una señora: "Mi esposo y yo hemos logrado la perfecta compatibilidad sexual: yo nunca quiero, y él nunca puede"... Otro cualquiera en mi caso se hubiera echado a llorar. Yo, impávido, impertérrito, impasible, seguí hablando. He aquí que estaba presentando en Irapuato mi libro más reciente: "Hidalgo e Iturbide: la gloria y el olvido", perteneciente el ciclo "La otra historia de México", cuyo tercer volumen: "Díaz y Madero: la espada y el espíritu", estoy ya concluyendo. De pronto se abatió una furiosa tromba sobre la bella ciudad, y el auditorio del Tec de Monterrey, campus Irapuato, quedó completamente a oscuras. No interrumpí mi exposición. Pregunté sólo si mi voz se oía en las últimas filas del recinto, y cuando quienes allá estaban respondieron afirmativamente proseguí mi disertación, iluminado sólo por una linternita de llavero cuyo pequeño haz un amable oyente proyectó sobre mi rostro desde abajo del foro. Ya no volvió la luz. A viva voz, sin micrófono, hablé quizá una hora -de algo sirve haber sido actor de teatro-, y todos me escucharon en aquel vasto salón, y aplaudieron al final el hecho de que, pudiendo hacerlo, no hubiera yo suspendido la presentación, lo cual habría hecho inútil el esfuerzo de los organizadores y la asistencia del numeroso público. Luego firmé cerca de un centenar de libros. Cada lector abría su celular, y a la pálida y colorida luz del artilugio yo ponía mi dedicatoria en su ejemplar. Los generosísimos irapuatenses me llenaron de regalos: fresas, claro, en todas sus manifestaciones; panes y dulces; sabrosísimas salsas; libros (un amable señor y su gentil esposa, que conocen mis aficiones latinistas, me obsequiaron las "Historias de Filipo", de Justino, magna obra impresa en Oxford en 1760); más variadísimos recuerdos que me harán evocar esa visita a Irapuato, para mí tan grata. Regresé a Saltillo como el jibarito: loco de contento con mi cargamento. Eso fue el pasado jueves. Luego, el domingo, estuve en León. Era Día del Padre; mi presentación fue a las 3 de la tarde, la mera hora de la comida. Y sin embargo ¿cuántas personas crees que fueron a escucharme? ¿Trescientas? ¡No! ¿Quinientas? ¡No! ¿Ochocientas? ¡No! ¡Mil personas me hicieron el favor de acudir a mi presentación! El salón donde originalmente iba yo a hablar hubo de ser cambiado por el de máxima capacidad de la Feria. Eso, por supuesto, no se debe a mí, sino a la bondad de los leoneses, de los guanajuatenses todos, y al interés que tienen por la historia de la Independencia, muchos de cuyos episodios capitales acontecieron en su tierra. No cabe duda: soy un bendito de Dios. De rodillas debería yo vivir dándole gracias a la vida y a su autor. Ahora también resulta que otro de mis libros, "De abuelitas, abuelitos y otros ángeles benditos", está siendo un éxito en varios países de América del Sur, gracias a mi querida casa editorial, Diana, del Grupo Planeta. Me dispongo a viajar a Perú para presentar allá la obra. Aquí agradezco a esos grandes señores del libro que son mis amigos José Calafell, Gabriel Sandoval y Daniel Mesino haber hecho de mí un autor internacional. ¡A mí, a quien nadie conocía más allá de El Moquetito, Tamaulipas!... En seña de regocijo narraré tres brevísimos cuentecillos finales... ¿Qué le dijo Adán a Eva la primera vez que la vio? "¡Hazte para atrás! ¡No sé esta cosa hasta dónde va a llegar!"... Decía la triste viuda: "Mi pobre Leovigildo cuidó de mí hasta el final. Me dejó un seguro de un millón de pesos. ¡Gustosamente daría 50 mil por tenerlo otra vez conmigo!"... Un salmón se esforzaba por remontar junto con los demás la corriente del caudaloso río, con sus rápidos y sus cataratas. Jadeando le dice a un compañero: "No sé por qué sigo haciendo este maldito viaje. Ya ni siquiera estoy sexualmente activo"... FIN.