Una preciosa imagen, un Cristo crucificado y dolorido, se venera desde hace cuatro siglos en mi ciudad, Saltillo. La leyenda -esa parte la más verosímil de la Historia- cuenta que cierto incierto día apareció en la Villa una mulita a cuyos lomos iba una gran caja de madera. Se echó la bestezuela en el lugar donde los pobladores hacían sus ejercicios de armas, y nadie pudo hacerla ya que se quitara de ahí. Abierta aquella caja se encontró en su interior la bella imagen de Jesús en la agonía de la muerte, imagen cuya serenidad iguala a la del Cristo de Velázquez y cuya belleza tiene la hondura de la fe. El 6 de agosto es celebrada en mi ciudad la fiesta del Señor de la Capilla. Una muy hermosa le construyeron mis antepasados saltilleros, santuario para la devoción del pueblo. Mucha gente ve en ese Cristo un símbolo de fe, por más que el patrono de la ciudad es el apóstol Santiago, el mismo de Compostela; no el guerrero, sino el manso peregrino de la venera y el bordón. A mí me ha sido dada la gracia del misterio. Tengo la fe del carbonero, y de ella no me apartan mis constantes apartamientos ni mis claudicaciones cotidianas. Cuando los historiadores dicen que el Santo Cristo fue llevado a Saltillo en 1608 por Santo Rojo, un comerciante que lo compró en la feria de Xalapa, yo le hago una caricia en los cansados lomos a la mulita legendaria, y le digo que no se crea, que ella es la historia, y lo demás es cuento. Y este día, el más grande de mi ciudad, el 6 de agosto, hago lo que mis padres y mis abuelos, y los de ellos: llego al Santo Cristo con los peregrinos. Luego me fundo en la verbena popular con ese grande Yo que es la gente, y entre ella me pierdo para encontrarme. Hay en las cosas ciertas mucha incertidumbre. En estas otras cosas, las de fe, existe una verdad que no necesita de razones para tener razón... ¡Ah, columnista! ¡Nos dejaste turulatos con esta inusitada lírica devocional! Lo tuyo es el mester de juglaría; éste de clerecía te es ajeno, y ciertamente no cuadra con tu talante ni con tu natural. Perdonámoste esa solemne gravedad sólo por ser hoy la fecha que nos dices. Que el caso, sin embargo, no sea precedente de otros, pues estas disquisiciones teologales sobrepasan los límites de tu magín. Vamos, haz el relato de algunos lenes chascarrillos y vuelve a retomar después tus vías funambulescas... Don Crésido, pomposo caballero, iba por la calle cierto día. Caminaba con aire mayestático, de propietario, como si la rúa le perteneciera. Pepito lo detiene y le pregunta: "Perdone, señor: ¿qué horas son?". Saca don Crésido su reloj, que llevaba en el bolsillo del chaleco, pendiente de una leontina, y responde: "15 minutos más y serán las 5 de la tarde". "A esa hora -le dice Pepito- podrá usted irse a...". Y emitió una tremenda maldición. Luego de decir tal badomía el chiquillo se echó a correr. Don Crésido, que no podía permitir ese ultraje a su alta dignidad, salió corriendo tras él. Al voltear la esquina se topó con el padre de Pepito. "¿Por qué corre usted así, don Crésido?" -le pregunta éste. Responde el pomposo caballero jadeando como búfalo indochino: "¡Su chamaco me dijo que a las 5 de la tarde podía yo irme a...!". "¿Y para qué se apresura? -le dice el señor-. Todavía faltan 15 minutos"... El capitán de paracaidistas daba indicaciones a los nuevos reclutas, uno de los cuales era Babalucas. Les informa: "Cuando el avión llegue a 500 metros de altura nos lanzaremos". "Disculpe, capitán -sugiere Babalucas-. ¿No sería mejor tirarnos de unos 100 metros, o menos?". "A esa altura -responde el instructor-, correríamos el riesgo de que no se abrieran los paracaídas". "Ah, vaya -se tranquiliza Babalucas-. Vamos a llevar paracaídas"... FIN.