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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Una muchacha de 20 años casó con hombre octogenario. Al menos creo que lo era, pues el señor andaba en los 80. Luego de algunos meses la joven fue con un doctor y le dijo que no había podido quedar embarazada. Tras conocer la edad del añoso desposado, el facultativo le dijo en voz baja a la señora: "Si quiere usted tener familia deberá buscarse una ayuda". Tiempo después la muchacha volvió con el doctor. Lucía las evidentes señas de un próspero embarazo. "¿Verdad -sonríe el médico- que tenía yo razón cuando le recomendé que se buscara una ayuda?". "Quién sabe, doctor -vacila ella-. La ayuda también está embarazada"... Llegué a la sala en la Feria del Libro de Lima, Perú, donde iba a presentar una de mis obras. ¿Cuántas personas crees que había en el recinto? ¿Quinientas? ¡No! ¿Ochocientas? ¡No! ¿Mil? ¡No! ¡¡¡Había tres!!! "¿Tres mil personas, licenciado?". ¡No! Tres; así como dije: una, dos tres. ¡Tres personas habían ido a oírme! Y era ya la hora en que la presentación debía empezar. Perdonen mis cuatro lectores, pero estoy acostumbrado a ver llenos los sitios en donde peroro. Así, al encontrar desolado aquel salón me desolé. Tan consternado y alicaído me notaron los organizadores que me dirigieron una mirada de interrogación como preguntándome si quería yo cancelar el acto. ¿Cancelarlo? ¡Lejos de mí tan temeraria idea! Me dije: "¡Qué chingaos! Si tres peruanos vinieron a escucharme, para esos tres peruanos hablaré". Recordé, además, que en cierta ocasión -ésa es otra historia- di una conferencia para una sola persona, de modo que ahora tenía el triple de audiencia. Por otra parte ¿qué podía yo esperar? En Perú nadie me conoce, díjeme, y así esas tres personas eran tres prodigios que no podía yo dejar de agradecer. De modo que subí al estrado y comencé a hablar. El libro cuya presentación iba yo a hacer era "De abuelitas, abuelitos y otros ángeles benditos", el más mío entre todos mis libros. Empecé, pues, a narrar historias de mis abuelos y mis nietos. Y entonces, queridos cuatro lectores míos, sucedió el milagro. La gente que pasaba frente a la puerta se detenía a oír lo que estaba yo diciendo, entraba y se sentaba. Luego, las risas y aplausos con que los oyentes me interrumpían a cada paso hacían que otros se acercaran, curiosos, y luego entraran también. No quiero exagerar, pero a los 10 minutos el recinto estaba absolutamente lleno. Había gente de pie en los corredores, y más gente en la puerta, sin poder entrar ya, por falta de espacio. Al final el público se puso en pie y me dio un aplauso cariñoso que me supo a pisco sour, esa bebida angelical que el Perú tiene. Después sabría yo que mis amigos peruanos de Planeta, mi casa editorial, hubieron de hacer allá una edición especial del libro de los abuelitos, para cubrir la demanda de la obra. Gracias mil -gracias 100 mil; gracias un millón- a quienes han hecho de mí, con su sapiencia de editores y su generosidad de amigos, un autor internacional; estupefacto y asombrado, sí, pero internacional. Gracias a Diana y a Planeta; a esos grandes señores del libro que son José Calafell, Gabriel Sandoval y Daniel Mesino, en México; lo mismo que a Rodrigo Rosales, Sergio Vilela, Tarcila Shinno y Paloma Tolmo en el Perú; a Carmen, Vero, y todos los ángeles guardianes que me mostraron las infinitas galas peruleras y me hicieron gozar sus inefables gulas. Y finalmente, pero principalmente, gracias a Santa Rosa de Lima y a San Martín de Porres, entrañables santitos del Perú, por el milagro de haber llevado y traído de la mano a este apaktone -en quechua, padre anciano, abuelo- por los caminos de ese país que tantas hermosuras tiene; la mayor de ellas, más grande aún que Machu Picchu, la bondad y nobleza de su gente... FIN.

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