Sor Bette era una monja bastante claridosa. Mientras todas sus hermanas de convento usaban un lenguaje comedido -el propio de su estado religioso-, ella empleaba los modos de hablar que aprendió en el pueblo campesino donde pasó su niñez y juventud. Soltaba unos tacos y maldiciones que turbaban la candidez de ovejas de aquellas esposas del Señor, y las hacían ir corriendo con el padre Arsilio, el capellán de la orden, a confesarle el gran pecado que habían cometido al escuchar alguna de las demasías de sor Bette. Cansadas ya de aquella situación las reverendas acordaron que cuando su lenguaraz hermana volviera a decir alguna de sus temeridades, ellas se levantarían todas al mismo tiempo, saldrían del locutorio y la dejarían sola. Pues bien: vino a suceder que estalló la guerra que en Irak promovió Bush. Las madrecitas se preocuparon por la suerte de los soldados que fueron a ese país remoto. "¡Pobrecitos! -dijo sor Dina, la abadesa-. Si yo pudiera les enviaría un camión cargado de alimentos para saciar su hambre". "Yo -declaró sor Tilegio, la linda novicia recién entrada a la congregación- les enviaría un camión cargado de medicinas, para curar sus heridas y sus enfermedades". "Esos muchachos -manifestó sor Bette paladinamente- son jóvenes que sienten los impulsos y deseos propios de su sexo y de su edad. Comida y medicamentos están bien, pero yo les haría llegar algo que ellos agradecerían más: les enviaría un camión cargado de pu...". Y la locuaz monjita dijo la palabra de las cuatro letras que sirve para designar al oficio más viejo del mundo. Todas las hermanas, al escuchar aquello, se pusieron en pie rápidamente, conforme a lo acordado y se dirigieron a la puerta. "¡Momento! -les dijo sor Bette-. ¡Todavía ni siquiera he alquilado el camión"... Una de las primeras cosas que hice cuando estuve recientemente en el Perú fue pedir a mis anfitriones que me llevaran a ver la estatua que en Lima tiene José de San Martín. Les dije que quería confirmar una curiosísima leyenda. Resulta que en el pedestal del monumento está un personaje femenino que representa a la Patria en actitud de ofrendar los laureles de la victoria al héroe. Quienes encargaron esa efigie le pidieron al escultor que colocara sobre la cabeza de la mujer una llama votiva, o sea de homenaje. El escultor entendió "una llama nativa", y esculpió la figura de uno de esos mamíferos rumiantes, que posa muy orondo sobre la testa de la Patria. Cosas extrañas suceden con los monumentos. En el panteón de mi ciudad hay uno sobre la tumba de un revolucionario. Al lado de la efigie del militar una joven y hermosa mujer -otra vez la Patria- llora acongojada la muerte del soldado. Un rudo compadre del desaparecido fue llamado para que juzgara la calidad de las estatuas. Las contempló el hombre, y luego rindió su veredicto. "Mi compadre está muy bien -sentenció muy serio-. Nomás le falta hablar. La que no se parece es Cuca". ¡Pensaba que la figura de la Patria representaba a la esposa del finado! Con motivo de la inauguración en Lampazos, Nuevo León, de una estatua de Santiago Vidaurri, han vuelto a surgir las rancias inquinas que clasifican con simpleza a los personajes de nuestra historia en buenos y malos, en héroes y villanos. Luces y sombras tuvo Vidaurri, ciertamente, como las tuvo Juárez. Quizá se equivocó, igual que muchos otros buenos mexicanos de su tiempo, porque sucede que la inmensa mayoría del pueblo apoyó al Imperio. Si Juárez triunfó sobre sus adversarios fue sólo porque tenía de su lado dos fuerzas poderosas: la de la Historia y la de los Estados Unidos. Vidaurri hizo mucho bien a su estado, y es justo que se le recuerde también por sus cualidades, no sólo por sus humanos yerros. ¿Cuándo aprenderemos a hacer de la Historia algo que nos una a los mexicanos, en vez de hacer de ella un campo de batalla que nos divide en pugnas anacrónicas y estériles?..FIN.
