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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Cuando estuve en la Universidad de Indiana mi amigo y compañero de cuarto Josef Tichy, de Checoeslovaquia, me reprochaba mi tendencia a entrevistar personajes prominentes - "big shots", decía él-, en vez de recoger la voz del pueblo: obreros, campesinos, que no tardarían seguramente en hacer la revolución socialista en Norteamérica. Yo le decía que los proletarios de Estados Unidos estaban muy a gusto -todos tenían casa, televisor y coche-, y que lo más probable era que ni él ni yo viviríamos para ver esa revolución. Así, pese al disgusto de mi amigo, seguí entrevistando big shots. Entrevisté al senador Everett Dirksen, por entonces líder de la minoría en el Senado. Tenía ese señor fama de desdecirse siempre de lo que decía, de modo que tomé mil precauciones para registrar ocultamente sus palabras en una grabadora de bolsillo. A media entrevista el maldito aparatejo empezó a producir un rechinido claramente audible. Sin cambiar de expresión me preguntó Dirksen: "¿Es su grabadora o es la mía?". Y abrió un cajón de su escritorio, que hasta entonces advertí estaba parcialmente abierto, y donde tenía funcionando una grabadora aún más pequeña que la que yo llevaba. Entrevisté a Pearl S. Buck, ganadora del Premio Nobel de Literatura, quien me contó que cuando era niña, su padre, misionero en China, le compró en Pekín un piano que pagó con pesos mexicanos. En Oriente se aceptaban sólo tres monedas extranjeras: la libra esterlina, el dólar americano y el peso fuerte, de México. Eran los tiempos de don Porfirio Díaz, a quien tanto hemos vilipendiado. Entrevisté a Ronald Reagan, a la sazón gobernador de California, en Sacramento. Cuando salimos del Capitolio una docena de exaltados hippies le salieron al paso y empezaron a gritarle en la cara, con actitud hostil, aquello de: "Let's make love, not war". Hagamos el amor, no la guerra. "Ustedes no pueden hacer ni una cosa ni la otra", les dijo con toda calma Reagan. Yo le pedí autorización para relatar el incidente, y la reseña le dio la vuelta al mundo con mi "by line", o sea mi firma. Todo esto viene a colación para recordar a Edward M. Kennedy, a quien también entrevisté en su oficina de senador por Massachusetts, en el Capitolio de Washington. Me ofreció un vaso de jugo de arándano, pues esa fruta es uno de los productos de aquel estado, y charlamos en modo informal sobre diversos temas. Cuando acabó la entrevista, los dos puestos ya de pie, me llevé la mano al bolsillo interior izquierdo de mi saco para tomar un pequeño sarape de Saltillo que llevaba para regalarle. Una expresión de susto apareció en su rostro, y retrocedió visiblemente alterado. Es explicable aquello: mi imprudente movimiento era el mismo de quien va a sacar una pistola. Supe entonces que el senador llevaba en sí el temor de seguir la misma suerte del Presidente Kennedy, suerte que un año después sufriría su otro hermano, Bob. El desdichado incidente terminó cuando Edward Kennedy, aliviado tras ver el sarapito, recibió el obsequio, y para corresponder a él se quitó el pisacorbata que llevaba y me lo regaló. Ahora ha muerto este hombre, que no llegó a alcanzar la misma estatura de sus hermanos, pero que fue también figura importante en la política de su país, a pesar de sus errores. Lo he recordado para recordarme a mí. Todo lo que decimos es a propósito de nosotros mismos. Él dijo: "La guerra y la violencia, el hambre y la pobreza, la injusticia, el abuso del poder, son tan antiguos como la raza humana. Pero no son un resultado inalterable de nuestra naturaleza. La historia nos enseña que por encima de nuestras culpas los hombres podemos sacar, como dijo el presidente Lincoln, 'lo que de ángeles hay en nosotros', para tratar de hacer de nuestra vida y nuestro mundo un mundo y una vida mejores". Al decir eso Edward M. Kennedy estaba hablando de sí mismo... FIN.

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