Don Herón, rico ganadero del norte de mi natal Coahuila, tuvo por toda descendencia un hijo varón. En el unigénito cifró todo su orgullo. Lo soñaba haciéndose cargo de los trabajos que por su edad él ya no podría realizar, y padre además de numerosa prole que alegraría su vejez. Mas sucedió que al muchacho no le atrajeron nunca las faenas del campo. Desde niño le gustaron otros menesteres que más relación tenían con los quehaceres mujeriles que con las recias faenas de la ganadería. No le interesaba montar a caballo, ni lazar becerros, pero imitaba las labores de aguja que su madre hacía, y andaba en la cocina preguntando cómo se hacía el arroz, o la capirotada. A instancias de su esposa don Herón aceptó a regañadientes que el muchacho fuera a estudiar a la ciudad. Cuando volvió de vacaciones llegó con modos, dijo el viejo, "muy finos pa' frontera". En el camino de la estación del tren al rancho -lo hicieron en el guayín de mulas- el delicado joven elogiaba con entusiasmo lo que veía. Al hacerlo juntaba las manos por las palmas, como las muchachas, y usaba expresiones que no correspondían al habla del varón. Del cochero, por ejemplo, dijo que se veía "muy mono". Eso encalabrinó al rudo genitor, que veía, amoscado, los amaneramientos de su hijo. A la mitad del camino el jovenzuelo le pidió al conductor que detuviera el carro, porque necesitaba "hacer pipí". Así dijo: "hacer pipí". No dijo "mear", como correspondía. Bajó del coche. En eso el viejo sacó de su funda el rifle 30-06 que llevaba siempre cuando salía al camino, por si se atravesaba algún venado. "¿Qué hace usté, patrón? -le preguntó el cochero, asustado, pues no veía cerca ningún animal de cacería. Don Herón señaló a su hijo y respondió con hosco acento amartillando el arma: "Si se sienta pa' mear, aquí se muere". Una novedad trajo el recién llegado. Por extraña coquetería se había dejado crecer las patillas, de modo que le cubrían los cachetes y le llegaban al mentón. Una mañana se presentó en el rancho de don Herón un vendedor de alimentos para ganado. A fin de congraciarse con su cliente alabó el apéndice capilar del muchacho. "Qué bien se ve su hijo, señor -comentó con fingida admiración-. Tiene las patillas de Vicente Guerrero". "¡De Vicente Guerrero debía tener los güevos! -contestó el viejo, rencoroso. Yo no comparto, desde luego, los anacrónicos prejuicios del rústico señor, pero su exclamación me sirve de pretexto para decir que hay ocasiones en que se necesita ser muy claridoso para decir lo que se debe decir. En esos casos no sirven circunloquios ni eufemismos. Por ejemplo, para comentar la alianza que el PAN y el PRD tramaron a fin de disputarle al PRI el gobierno de Oaxaca, no caben otras expresiones que las más duras que en el rico lenguaje castellano se puedan encontrar. Palabras como "impudicia", "cinismo", "desvergüenza" y otras de similar jaez. ¿Cómo es posible que el PAN se alíe con aquellos que aún siguen llamando "espurio" a Calderón? ¿No hay para César Nava principios ni valores? Y ¿cómo puede hacer alianza el PRD con esos a quienes considera usurpadores? ¿Ya se reduce todo a la mezquina búsqueda del poder como medio para repartirse chambas? Y no me pidan que repita ahora la otra pregunta que siempre hago: ¿cuál es la capital de Dakota del Sur?, porque, la verdad, estoy muy encaboronado... La señora le dijo al encargado del censo que era viuda desde hacía 20 años. Sin embargo tenía hijos pequeños. Explicó: "Es que mi difunto marido me visita en sueños algunas veces, y a consecuencia de eso quedo embarazada". "Ya veo -replica el censador-. Picha espiritista"... FIN.