Ayer fue día de San Francisco de Asís, segundo Cristo. Es el más santo de todos los poetas, y el más poeta de todos los santos. Cantor de la pobreza, nos hizo ricos con su ejemplo. Se adelantó a las ecologías, y supo de la hermandad del hombre con todas las criaturas: el hermano sol, la hermana agua, y aun la hermana muerte, que con amor nos toma de la mano para llevarnos a otra vida. Nos regaló sus "Florecillas", y nos regaló también la tradición del nacimiento, esa entrañable representación que cada diciembre pone en nuestras casas el milagro de Belén. Mi devoción por el Poverello la debo a dos santas mujeres: mamá Lata -doña Liberata Flores de Aguirre-, la madre de mi madre; y doña María Valdés, segunda madre mía, de quien mi esposa fue hija. Ambas fueron terciarias franciscanas. Cervantes también lo fue, y Chesterton. Yo aspiraría igualmente a llevar el cordón de la Tercera Orden, mas no soy digno de él. Pero todos los días, al empezar a escribir, cumplo el íntimo rito de decir la primera frase de la oración que a San Francisco se atribuye: "Señor, hazme instrumento de tu paz...". Este año hice mi peregrinación al santuario que el Pobrecito de Asís tiene en Real de Catorce, estado de San Luis Potosí. Si algún lugar de México merece en verdad llamarse mágico, ese sitio es Real de Catorce. Después de conocer la bonanza de sus riquísimas minas argentíferas llegó a ser el fantasma de sí mismo. Hoy, sin embargo, ha recobrado su antigua prestancia, y sus bellezas. Al Real se llega por un túnel de prestigioso nombre: Ogarrio. A pico y pala lo hicieron los mineros, y mide casi tres kilómetros. Hay en él una capillita de estilo neoclásico desde la cual te mira con doloridos ojos una dolida Dolorosa. Nos sale de pronto al paso esa capilla, y es como si halláramos un fúlgido diamante en aquella larga oscuridad de mina. Usualmente puedes entrar al túnel en tu coche, pero hay ahora tantos peregrinos que el monóxido de carbono puede serles mortal, y entonces nos lleva por el tiro un carrito tirado por caballo, en gozosa apretura con más gente que va también a ver a Panchito. Así se llama aquí San Francisco de Asís: Panchito. No "San Panchito", entiéndaseme bien: "Panchito", simplemente. Tal nombre le da el pueblo con cariñoso y familiar afecto. En compañía de amigos buenos recorremos mi esposa y yo las empedradas calles del lugar; vemos las recias casas pétreas de quienes lo habitaron; llegamos a su plaza de toros, lugar de vida donde hoy reina la muerte, y visitamos su panteón, lugar de muerte donde hoy reina la vida. Compramos las sencillas artesanías de la tierra: una gallina tejida con hilaza, que camina oronda seguida por su docena de pollitos; una bolsa hecha con recias fibras vegetales, que servía para llevar la yesca y el pedernal con que se hacía el fuego. Lo mejor que yo traje, sin embargo, es el recuerdo de la gente. Gente hondamente mexicana; gente de todas las condiciones, tan rica en su pobreza o tan cristianamente pobre en su riqueza, unidos todos en el amor a ese amoroso santo que San Francisco fue. Lo miramos en horas de la madrugada, al ser bajado de su nicho en las penumbras del templo parroquial, y lo vemos luego ir por las calles entre redoble de tambores y vuelo de palomas por un cielo que está buscando todavía ser azul. Se extiende sobre el Real la paz de Panchito, y nos hermana a todos. Aquí no hay violencias, ni de alma ni de cuerpo, y es sólo un recuerdo malo la maldad. Aquí hay solamente fe, y hay esperanza, y hay amor. Otros seríamos si esas tres virtudes ciñeran el corazón de México igual que un cordón de paz de San Francisco... FIN.