Un hombre llamó por teléfono, indignado, al médico de su mujer. Le había faltado al respeto a la señora, le reclamó furioso. "Perdone usted -se defendió el facultativo-. Lo que pasa es que le pedí a su esposa que consiguiera un termómetro rectal para que se tomara ella misma la temperatura. Ella me preguntó dónde se lo ponía, y yo respondí con la primera palabra que se me vino a la mente"... ¿Qué es lo que ha hecho que tantos lectores hayan comprado ya "Mi perro Terry", el más reciente de mis libros? Pienso que se debe a que el libro es en verdad un canto a la vida, inspirado por esas amables criaturas que nuestros perros son. Su compañía nos salva de la soledad; su presencia enseña a nuestros hijos a amar a los animales, y su amistad sin condiciones nos da el ejemplo de la lealtad. Ángel que no habla, nuestro perro nos sonríe con el alegre meneo de su cola, y su amorosa mirada es la misma que si nosotros miráramos a Dios. De amor y vida, entonces, habla el libro. A los pocos días de su publicación "Mi perro Terry" se ha vuelto ya -me dicen mis editores de Diana y de Planeta- un éxito de librería. Por ello doy las gracias a mis cuatro lectores. A ti, que eres uno de ellos, te invito a estar conmigo hoy domingo, a la una de la tarde, en el salón C de Cintermex, en la Feria Internacional del Libro, en Monterrey. Yo mismo presentaré "Mi perro Terry". Quizá me emocione un poco por el recuerdo de ese querido amigo que se fue, pero tú, que amas la vida y sus criaturas, sabrás entenderme. Ahí te espero para estrechar tu mano con agradecimiento y amistad... Más que muchacha, era una muchachona ya. Quiero decir que había dejado atrás los abriles de su primavera, y ahora vivía los cálidos agostos de un verano que pronto se volvería invierno. Sin embargo conservaba mucho de su belleza de antes. Era lo que se llama, incluso en las repúblicas, "una real hembra". Apegada a las cosas de la iglesia, Trisagia -tal era el nombre de la guapísima mujer- sentía particular devoción por San Amós, un santo casi desconocido. Ese virtuoso varón se retiró a los arenales de Egipto junto con su amigo Aquilio, y ahí se entregaron los dos a la oración. La Iglesia Ortodoxa Griega les llama "Las flores del desierto". Su fiesta es el 17 de enero. Pues bien: todas las tardes iba Trisagia al templo del pueblito en que vivía, y ahí le rezaba al santo, llena de piedad. Cierto día llegó al pueblo un viajante de comercio apellidado Pitorrós. Al ver a aquella hermosa dama se prendó de sus encantos, y vino en el deseo de yogar con ella. La abordó en la calle, pero Trisagia rechazó con enojo sus lúbricas instancias. Sabedor del fervor que la deseable fémina sentía por San Amós, el astuto sujeto se escondió un día tras la imagen del santo, y cuando llegó Trisagia le dijo con acento grave: "Escucha la voz de San Amós. Te ordeno que se las des a Pitorrós". Lo mismo se repitió todas las tardes durante una semana. Trisagia, confundida, acabó por ceder a las libidinosas solicitaciones del galán, pues no quería desobedecer a San Amós. Y tanto le gustó aquello que luego asediaba de continuo al forastero para pedirle otro concúbito carnal. Lo buscaba a mañana, tarde y noche, y le hacía el amor con tal pasión que a poco Pitorrós andaba lánguido y desmadejado, exánime, laso, exangüe y agotado. Para salvar la vida se puso otra vez el tipo tras la imagen del anacoreta, y cuando llegó Trisagia le habló así: "Escucha la voz de San Amós. Te ordeno que ya dejes en paz a Pitorrós". Se atrevió Trisagia a contestar: "Pero, San Amós: tú mismo me ordenaste que se las diera a Pitorrós". "Sí -replicó mohíno el otro-. Pero yo decía nomás una vez o dos"... FIN.