Tres parejas de casados llegaron al mismo tiempo a las puertas del Cielo. San Pedro le preguntó al primer esposo: "¿Cómo te llamas?". "Etelvino" -respondió el sujeto. "No puedo dejarte entrar -dijo el apóstol-. Tu nombre suena a vino, y eso aquí no está permitido. Retírate con tu mujer". Le preguntó al segundo: "Y tú ¿cómo te llamas?". "Eudoro" -contestó el hombre. "Tampoco ustedes pueden entrar -dictaminó San Pedro-. Tu nombre suena a oro, y eso también está prohibido. Retírense". La esposa del tercer esposo se vuelve hacia su cónyuge y le dice en voz baja: "Creo que estamos en apuros, Próculo"... Este amigo mío está furioso por la nueva alza de impuestos. No hay en el mundo nadie a quien le guste pagar contribuciones. Todos quisiéramos ser como aquel señor de quien he hablado, que cuando el recaudador de rentas, en nombre del Tesorero del Estado, le requirió el pago de sus adeudos con el fisco, "alzó la mano izquierda -decía el informe que el empleado rindió al funcionario-, y abriendo los dedos índice y pulgar de la citada mano en un ángulo aproximado de 90 grados, puso en el vértice de dicho ángulo el dedo índice de la mano derecha, al cual imprimió un movimiento como de émbolo o pistón, al tiempo que decía: 'Tengan usted y el Tesorero del Estado'. Lo que hago de su superior conocimiento para los efectos legales a que haya lugar". Bien sabe mi amigo que actuar en esa incivil forma no sólo atenta contra la urbanidad, sino también contra la ley. Paga, pues, sus impuestos, pero a regañadientes. ¿Por qué? En primer lugar, dice, porque la carga que impone el fisco cae sobre un número reducido de contribuyentes. Muchos, unos por ricos y otros por pobres, logran escapar de las redes hacendarias. Pero principalmente el enojo de mi amigo por ese aumento se debe a que sabe que sus impuestos servirán principalmente para el pago de una enorme burocracia, creciente cada día, y que no se aplicarán al bien comunitario en obras de beneficio público. A mi amigo le encalabrina ver las jugosas prerrogativas de que gozan los partidos, que se han asegurado ese disfrute, también creciente, per saecula saeculorum. Le indigna también la profusa burocracia electoral, que hace que la democracia sea en México artículo costoso. Le enoja el alto costo del Poder Legislativo. Le irritan los subsidios que se pagan a vastos sectores de nuestra sociedad, cuyos integrantes siguen en calidad de menores de edad o incapacitados, pues nos aferramos a nefastas herencias del pasado en vez de hacer reformas que permitan la modernización de este país. Pagaría mi amigo con gusto sus impuestos si viera obras federales importantes -caminos, escuelas, hospitales, presas-, pero piensa que el Presidente Calderón, de no ser porque inaugura las obras que hacen los empresarios nacionales o extranjeros, quizá ya habría olvidado cómo se corta un listón. Mil cosas más dice mi amigo, que ya no pongo aquí porque mi deber es orientar a la República, no causarle inquietud con mis palabras. De cualquier modo yo también estoy muy encaboronado... La señora, con tono emocionado, le pregunta a su esposo: "¿Me amarás cuando tenga el cabello blanco?". "¿Por qué no -replica el hombre-. Te he amado cuando lo has tenido negro, café, amarillo, anaranjado, pelirrojo, morado, castaño, rubio, platinado..."... Aquella joven esposa iba a cumplir 5 años de casada. Para darle una sorpresa a su marido pensó en hacerse tatuar sus iniciales. El hombre se llamaba Bonaldo Batanier. Le pidió, pues, la muchacha al tatuador que le pusiera en cada bubis una B. Recomendó el sujeto: "Con los años su busto caerá un poco, señora, y las letras no se verán muy bien. Le voy a tatuar mejor una B en cada pompis". La noche del aniversario ella le mostró la obra de arte a su marido. Ve aquello el tipo y pregunta con enojo: "¿Quién diablos es Bob?"... (No le entendí)... FIN.
