El hermano adolescente de Pepito le dijo: "Cuando crezca seré un gran empresario. Tendré muchos negocios, y tú serás mi mano derecha". "¡Ah no! -protesta Pepito con vehemencia-. ¡Ya he visto lo que haces con tu mano derecha!"... El señor obispo visitó el convento de sor Dina, monjita anciana y dulce. Sor Bette, la madre superiora, obsequió a Su Excelencia con un sabroso chocolate monjil. ("Católico chocolate, / que de rodillas se muele, / juntas las manos se bate, / y viendo al Cielo se bebe"). Para acompañar el espumoso y humeante soconusco había sobre la mesa abundancia de panes hechos -previo rezo a San Pascual Bailón, patrono de cocinas- por las sabias manos de las sores, diestras en confeccionar todas las maravillas de la riquísima panadería mexicana: buñuelos, alamares, conchas, volcanes, turuletes, cuchufletas, chamucos, tejas, apasteladas, puchas, rodeos, mamones, trocantes, mostachones, cuernos, orejas, trenzas, morelianas, picones, cochinitos, roscas, redos, polvorones, dedos de dama, borrachos, niño envuelto, turcos, soletas, campechanas, monjas, peteneras, hojarascas, molletes, empanadas, moños, revolcadas, pan de muertos, marquesotes y panqués. Degustada la munífica merienda, la madre superiora le pidió a sor Dina que deleitara a la compañía, y muy especialmente a Su Excelencia, con uno de los amenos cuentecillos que solía contar tan bien. Ruborizose la monjita, pues era de natural tímido y no estaba hecha al trato con encumbrados personajes como el señor Obispo, y balbuceó, la frente baja, las manos ocultas en las mangas del hábito, algunas palabras de disculpa. "Ea, madre -la acució cariñosamente la superiora-. No olvide usted la santa obediencia". "Estoy lejos de olvidarla, su reverencia -contestó sor Dina algo turbada-. Pero temo ofender con mis inanes gracejadas el decoro debido a Su Excelencia". "Vamos, vamos, hermana -replicó el dignatario al tiempo que se servía otra taza de chocolate y ponía en su plato una rebanda más de marquesote-. El que obedece no se equivoca. Sabemos que 'Obedire oportet Deo magis quam hominibus'. Importa obedecer a Dios más que a los hombres, como se dice en Hechos, 5,29. Sin embargo ya lo escribió Catón en sus famosos Dísticos: 'Obsequio quoniam dulces retinentur amici'. La fineza de trato hace que los buenos amigos se mantengan a nuestro lado. Atienda usted la orden de la reverenda madre, y cuéntenos alguno de esos relatos con los cuales, entiendo, hace usted las delicias de su comunidad". "Obedezco entonces, monseñor -cedió sor Dina-. Narraré un cuentecillo que escuché cuando niña allá en mi pueblo. Debo decir, empero, que el relato contiene dos o tres vocablos altisonantes, de ésos que el vulgo dice con desparpajo natural, pero que en una mesa como ésta podrían ser tildados de indecencia. La primera de esas palabras majaderas es la que empieza en pen- y acaba en -dejo. Para no ofender con ese plebeyo terminajo, yo diré en su lugar 'conejo'. El segundo vocablo empieza con ca- y acaba con -brón. Para no pronunciar tan grande grosería, diré mejor 'carbón'. El tercer vocablo es el de cuatro letras que se aplica a las pobres mujeres que hacen mercadería de su cuerpo, dicho sea con perdón de Su Excelencia. Esa torpe expresión empieza con pu- y acaba con -ta. A fin de no manchar mis labios, ni herir vuestros oídos, con ese ruin concepto, alteraré una letra del voquible, y diré 'pota'. ¿Habéis entendido?" "Todos hemos entendido, madre -respondió el obispo sonriendo lleno de condescendencia-, y le agradecemos sus finos escrúpulos, y la delicadeza de no usar esos indignos términos. Empiece usted su cuento". "Gracias, monseñor" -dijo sor Dina inclinando la cabeza-. Y principió a narrar con tenue y dulce voz: "Había una vez, hace un chingamadral de tiempo..."... FIN.