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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Se llamaba Furcia. Furcia Cellenca. La vida la puso en circunstancias que la llevaron a hacer mercadería de su cuerpo. Quiero decir que Furcia era prostituta. Ese vocablo se puede abreviar mucho, pero afortunadamente mis editores no ponen límite al número de palabras de mis artículos, y eso me permite el lujo del lenguaje figurado, y de los eufemismos. Por ejemplo, en vez de decir con una sola palabra que una muchacha soltera está embarazada, puedo escribir que está "enferma de gustos pasados", lo cual hace más colorida la expresión, y menos dura. Furcia Cellenca, protagonista de mi historia de hoy, asistía a la casa de asignación de una madama de gran nota, muy conocida en la ciudad. "Nuestros clientes -solía decir esa pendona a los recién llegados- nos prefieren por la calidad de los servicios que brindamos; por nuestra esmerada higiene; pero sobre todo por nuestra absoluta discreción. Por eso vienen aquí personas tan importantes como el juez Fulano, el diputado Mengano, el reverendo Perengano...". La señora sentía predilección muy especial por Furcia, y encomiaba ante las otras pupilas del local sus méritos. "Ella jamás se niega a nada -les decía-. En cierta ocasión nos llegó un cliente que quería sexo, como todos, pero dijo que debía ser como él quisiera. Todas mis muchachas, temerosas de que aquel hombre fuera un degenerado -un sádico, un coprófilo o, peor todavía, algún practicante de la necrofilia-, se negaron a ir con él. Furcia no. Es como los marines norteamericanos: va 'From the halls of Montezuma to the sands of Tripoli'. Ella sí fue con aquel hombre al cuarto". "¡Santo Cielo! -exclamó una de las chicas, que oía temblorosa aquel relato-. Y ¿cómo quería el sexo ese individuo?". "Igual que todos -respondió la madama-, pero fiado". La carrera de horizontal de Furcia empezó de manera muy extraña. Cierta noche se desmayó en el lupanar en medio de las parejas que bailaban. Acudió la madama, preocupada al ver que la mejor de sus pupilas se había desvanecido. "¿Qué le sucedió? -preguntó con inquietud a las demás. "Mire, señora -respondió una-. Furcia lleva 15 año ya de estar viniendo aquí todas las noches, y hasta hoy se enteró de que todas las demás cobramos". O sea que ella ejercía la antigua profesión únicamente por afición, sin esperar ninguna recompensa. Eso se llama desinterés, abnegación. Lástima que no exista ya ese altruismo. Todo se ha vuelto afán de lucro. Ha desaparecido aquel desprendimiento de antes, y ahora reinan la mezquindad, el materialismo, la codicia insana. El caso es que desde entonces Furcia se aplicó a comercializar su noble oficio, y lo hizo con tal habilidad que pronto se convirtió en la estrella del establecimiento. Jóvenes y hombres maduros por igual querían gozar de sus encantos y de sus eminentes artes amatorias. Ella los obsequiaba por igual, y no se daba punto de reposo para atender a sus solicitantes en su budoir de la segunda planta. ¡Ah, si todos trabajáramos así no habría crisis en México, ni habría en el mundo recesión! Una noche, sin embargo, Furcia se quejó. "Estoy muy cansada" -dijo de repente. La madama se sorprendió bastante. "¿Cómo es eso? -le preguntó con extrañeza-. ¡Pero si a ti te dicen 'Sandy Koufax'!". "¿Por qué me llaman con tan raro nombre?" -inquirió ella. Le explicó la señora: "Sandy Koufax fue un famoso pitcher que aguantaba nueve entradas". "Ya veo -dijo Furcia-. Pero lo que me cansa no son las entradas, sino tener que subir tantas veces la escalera para ir al segundo piso". "Entiendo -respondió la señora-. Necesitas descanso. Algunos días fuera de la cama te harán bien"... FIN.

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