"Voy a estar con tres mujeres al mismo tiempo -le dijo un señor al farmacéutico-. Necesito algo que me ponga en forma. O sea en firme". El hombre le dio tres pastillas azules. "Tómese las tres -le indicó-, y se pondrá como un toro, igual que si hubiera bebido un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo". El día siguiente llegó el mismo señor, y con acento gemebundo le pidió al droguista una pomada para el dolor muscular. "¡Señor! -se alarma el de la farmacia-. ¡No puede usted ponerse esa pomada ahí!". "No voy a ponérmela ahí -responde con dolorida voz el otro-. Me la pondré en el brazo. ¡Las mujeres no se presentaron!"... "¿Pensión alimenticia? -le dijo Enrique Octavo a su abogado-. Creo que tengo una idea mejor"... El día fue uno de ésos que los romanos marcaban con tiza blanca, por felices. En la mañana fui al ITAM. Estuve en el hermoso campus que en Tlalpan tiene la prestigiada institución, y peroré ante la generosa muchachada, que me aplaudió de pie al terminar mi intervención. Luego, guiado por Edgar Brahan, Nacho Cepeda y Braulio Cárdenas, recorrí el plantel donde se forman buenos mexicanos. Terminada la visita, mis pasos me llevaron a otra parte. (Siempre mis pasos me llevan a otra parte). En el camino se me aparece de pronto un escolapio que allá a mediados del pasado siglo vivía en la Capital royéndose los codos para sacar su título de abogado y llevar adelante sus estudios en Filosofía y Letras. Ese muchacho sufre nostalgias de su tierra, y cada vez que puede va a la Casa de Coahuila, por Reforma, a tomarse un café -es lo que puede pagar- y hablar con sus paisanos de las mil cosas del solar nativo. El estudiante soy yo mismo, que de repente abro los ojos y me encuentro otra vez en la Casa de Coahuila, pero ahora en su precioso recinto en Coyoacán. He aquí que mis paisanos de ahora me reciben en un amabilísimo convivio, y luego de unas elocuentes palabras del licenciado Pedro Martínez Estrada, presidente de los coahuilenses que residen en el Distrito Federal, me entregan una placa que me acredita como Coahuilense Distinguido, "por su destacada labor como académico, escritor y periodista". Yo tomo la palabra -generalmente ella me toma a mí- y digo que algo deberé hacer para justificar tanta bondad. Soy labrador afortunado: escasa es mi siembra, y abundante mi cosecha. Agradezco mucho esas muestras de afecto, pues poco las merezco. Gracias, pues, a las muchachas y muchachos del ITAM; gracias a mis paisanas queridísimas, y a mis queridos paisanos coahuilenses en el Distrito Federal. Por ellos ese día fue para mí un día fasto, y un fastuoso día... Don Astasio llegó a su casa, y al entrar en la alcoba vio a su esposa en trance de cohondimiento con un extraño. Extraño para don Astasio, claro, pues ella daba sobradas señas de conocerlo bien: le decía "Negro santo", "Cosa linda" y "Pechochón". ¿Puede haber mayor indicio de familiaridad, aparte de lo que con él estaba haciendo? Colgó el lacerado marido su saco, su sombrero y su bufanda en el perchero, y fue al chifonier donde tenía guardada una libreta en la cual solía anotar palabras de mucho peso para fazferir a su mujer en tales ocasiones. Volvió a la alcoba y le dijo a la pecatriz el último vocablo agraviador que había registrado: "¡Malfechora!". "¡Ay, Astasio! -replicó la señora con tono de impaciencia-. ¿Ya vas a empezar con tus culteranismos? Espera al menos que acabe de atender a la visita para lucir, si quieres, tu vocabulario. Entretanto no me distraigas de mi ocupación, que bastante me sacan ya de centro los ruidos de la calle". Don Astasio se volvió entonces hacia el hombre y le dijo con tono de severidad: "Esto lo va a pagar usted muy caro, señor mío". Respondió el individuo: "Discúlpeme, caballero: ya le pagué a ella"... FIN.