¡Feliz Año Nuevo les deseo a mis cuatro lectores! ¿Qué espero yo este año? El don de vivir, antes que todo. Si el dador de la vida me la conserva procuraré vivirla bien para merecerla más. También espero recibir el don del amor. Recibirlo y -más importante aún- saber dar mi amor a quien lo necesita. Espero el don de la felicidad, que no se manifiesta en una permanente y extática sensación de absoluto bienestar -eso no existe- sino en intermitentes ratos de sosegada dicha: el goce de estar en casa; el diálogo cordial con uno mismo; la charla de los amigos verdaderos; los mínimos, magníficos deleites que ofrece la vida cotidiana: el café de la mañana; la sensación del trabajo bien cumplido; la comida que en familia se disfruta; el anhelado viaje; el trato con los seres queridos; los momentos agradables pasados con el libro, el periódico, la tele o el estéreo; el descanso merecido después de la jornada; todas esas inadvertidas maravillas que la rutina nos impide valorar. También espero saber sentir lo sagrado que hay en la naturaleza, pues creo que en ella el Hacedor de todas las cosas nos entrega su tarjeta de presentación. Me gustaría ser puntual, aunque no esté nadie ahí para apreciarlo. Quisiera ser parte de la alegría de los demás, y no de su tristeza. Espero ser causa de concordia, no motivo de inquinas o de resentimientos. La vida está hecha de ratos buenos y de malos ratos: procuraré sonreír un poco más y quejarme un poco menos. Y, finalmente, como escritor ya me hice mi propósito de Año Nuevo: al redactar mis textos usaré menos adjetivos, para que mis escritos salgan más tersos, pulidos, claros, fluidos, llanos, limpios, transparentes, fáciles, naturales, depurados, inteligibles y sencillos... El brujo estaba trajinando con sus calaveras, sus peroles humeantes, su lechuza y sus yerbas. Un feo sapo se detuvo en la puerta. “Es tu antiguo novio -le dice el brujo a su señora-. A pesar de lo que le hice todavía viene a buscarte”... La muchacha llamó por larga distancia a su mamá. “Mami -le dice-. Hablo para decirte que me acabo de casar”. “Está bien -responde la señora. “Y que la próxima semana voy a tener un bebé” -añade la chica. “Está bien” -contesta la mamá. “Mi marido pertenece a la onda punk -le informa la muchacha-. Y es adicto a las drogas”. “Está bien” -vuelve a decir la señora. “No tiene dinero -sigue diciendo la muchacha-, y no sabemos dónde vivir”. Ofrece la señora: “Vénganse a la casa. Pueden ocupar nuestra recámara. Tu papá dormirá en el sofá de la sala”. Pregunta con asombro la muchacha al ver la buena voluntad de su mamá: “Y tú ¿dónde dormirás?”. Responde la señora: “Por mí no te preocupes. Tan pronto cuelgue voy a caerme muerta”... El alto y fuerte mocetón, joven labriego, casó con muchacha de la ciudad. Cuando volvieron de la luna de miel alguien le preguntó al fornido muchacho cómo le había ido. Responde él, intrigado: “Susiflor es muy rara. Cuando me vio por primera vez sin ropa, ladró”. “¿Cómo que ladró?” -se sorprende alguien-. “-Si, -responde el grandulón-. Hizo: ‘¡Wow!”‘... El señor de edad más que avanzada le grita lleno de regocijo a su señora: “¡Lugarda! ¡Ven aprisa! ¡Corre! ¡Vuela!”. Se apresuró ella, y cuando llegó a la recámara vio que su añoso marido mostraba orgullosamente izado el lábaro propio de la juventud. Se precipitó, gozosa, hacia él a fin de disfrutar de aquella inusitada novedad, que hacía muchos años no se presentaba, pero el veterano la detuvo. “¿Qué haces? -le dice con enojo-. ¡Ve rápidamente a traer la cámara y tómame una foto! ¡Esto tengo que enseñarlo en el café!”... FIN.