Hace casi veinte años que se oficializó la promoción y defensa de los derechos humanos en México, al ser creada la Comisión nacional respectiva. Pero la antecedió una incipiente movilización de miembros de la sociedad civil que realizaban esa labor a pecho descubierto, carentes de casi todo, menos del afán de servir a las personas cuyas garantías individuales eran quebrantadas. Precisamente el asesinato de una de esas personas, de una protodefensora de derechos humanos, la abogada sinaloense Norma Corona fue el móvil de la creación de la CNDH.
Dos décadas después, no ha disminuido el número de violaciones a los derechos humanos ni el riesgo en que se colocan los defensores de quienes las padecen, que no se han vuelto redundantes como se creería de observarse la cantidad de las oficinas institucionales de derechos humanos, y los recursos con que cuentan algunas de ellas, señaladamente la Nacional. Por lo contrario, y desgraciadamente, cada vez son más las personas consagradas a esa peligrosa y comprometida misión a través de agrupaciones civiles. Asimismo es cada vez mayor su riesgo.
Así lo documenta el informe presentado anteayer por la representación en México de la Alta comisionada de la ONU para los derechos humanos. Dicha oficina recibió 128 denuncias de agresión y obstrucción en contra de defensores de los derechos humanos, entre enero de 2006 y agosto de este año. Cincuenta y cuatro de esos casos fueron estudiados a partir de sendas comunicaciones que la Relatora especial de la ONU sobre la situación de los defensores de los derechos humanos remitió al Estado mexicano.
Ninguna agresión es banal, pues sobre todo en comunidades pequeñas el hostigamiento a los defensores puede llegar fácilmente a la intimidación, y aun inhibir las tareas de personas menos decididas de lo necesario para cumplir una misión necesaria para la convivencia respetuosa. Pero se llega al extremo: en 10 casos se ha pasado del asedio y la amenaza a la privación de la vida de ls defensores de derechos humanos. Por añadidura, es regla que ninguno de esos homicidios es resuelto por la autoridad, con lo cual se añade un agravio más a la ofensa que es el asesinato mismo. Tal es la situación que se observa en el ataque sufrido el 13 de febrero pasado por Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas,, líderes de un comité de defensa del pueblo mixteco en Guerrero. Una semana después de "levantados" en un espacio público, a la vista de todos, por personas que podrían ser identificadas si la autoridad lo quisiera, sus cadáveres fueron hallados en un paraje remoto. No se ha realizado una indagación ministerial a derechas y en consecuencia no se fincan responsabilidades a nadie. El caso aumenta la estadística de la impunidad y nada más.
El informe ofrecido el martes por Alberto Brunori, que representa en México a la señora Navanethan Pillay, alta comisionada de la ONU para los derechos humanos fue elaborado con el propósito de hacer visible "el trabajo que las y los defensores de derechos humanos realizan e identificar los principales retos que enfrentan para ejercer su labor. Igualmente pretende trazar una ruta para que el Estado continúe avanzando en la creación de las condiciones necesarias para que en México se pueda ejercer plenamente el derecho a defender los derechos humanos".
El documento fue presentado al Gobierno mexicano, a través de la cancillería, y en él se recomienda al Estado "impulsar una campaña de difusión masiva y sostenida que contribuya a la legitimación y la construcción de una cultura de respeto para las y los defensores de derechos humanos, la instauración de un mecanismo de protección a defensores coordinado a nivel federal y considerar la instauración de programas especializados en las comisiones estatales
De inmediato, el martes mismo, la Secretaría de Gobernación emitió un comunicado conjunto con la de Relaciones Exteriores en que, en medio de la prosa burocrática convencional se anuncia que "buscará reunirse" con el representante de este ramo de la ONU, presentador del informe "y con las entidades competentes, para discutir las vías de cooperación y las acciones que garanticen la promoción, protección y realización de los derechos humanos y las libertades fundamentales en México".
Es preciso que esas palabras se traduzcan en hechos. Hace ya más de siete años que fue abierta la oficina en México del Alto comisionado de la ONU para los derechos humanos para cuyo funcionamiento se firmó un acuerdo en julio de 2002, renovado en febrero de 2008. La invitación del Gobierno mexicano a establecer dicha oficina obedeció a un momento particular de la diplomacia mexicana, que buscaba abrirse al escrutinio internacional en una materia vedada hasta entonces al examen practicado desde fuera, con la mira de convertirse en implacable juez de la vigencia de los derechos humaos sobre todo en Cuba. La fragilidad y la fugacidad del propósito no permitieron que permaneciera el impulso a la observación foránea, al punto de que el anterior representante de dicha oficina fue relevado en medio de circunstancias confusas.
Su reemplazante, Alberto Brunori, llegado hace precisamente un año, está revitalizando las tareas de su representación. Y dentro de ese propósito sobresale ahora la defensa de los defensores de los derechos humanos, sólo una de las varias misiones que es urgente proyectar y poner en práctica.