El lunes pasado, Hugo Chávez celebró el décimo aniversario de su llegada a la Presidencia de Venezuela, a dos semanas de un referéndum tendiente a una reforma constitucional con la que el autócrata pretende mantenerse en el poder por otros diez años, con miras permanecer por tiempo indefinido.
El evento ocurrió en el marco de una reunión cumbre de la llamada Alternativa Bolivariana para los Pueblos de América, en la que estuvieron representados los gobiernos de Cuba, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Honduras. A excepción de Cuba oprimida por un Gobierno totalitario desde hace cincuenta años, el resto de los países de la ABPA gimen bajo gobiernos que arribaron al poder mediante el voto popular y ya instalados, sus presidentes han hecho reformas para perpetuarse, haciendo nugatorio el sistema democrático que les permitió el acceso y cancelando toda oportunidad de relevo o alternancia en el mando político.
El planteamiento es el mismo en todos los casos. El candidato populista llega al poder alentando los instintos básicos de una sociedad deseosa de justicia social y vulnerable al engaño de lucha de clases; ya instalado como presidente, invoca la existencia de una conspiración extranjera e imperialista en la que a capricho incluye a todos aquellos ciudadanos que disientan del líder, y que le sirve como pretexto para controlarlo todo, empezando con el sistema electoral y los poderes legislativo y judicial, para concluir cancelando en forma violenta los derechos fundamentales de los ciudadanos incluida la libertad de expresión.
El discurso de Chávez no deja lugar a dudas: “Con nosotros no se equivoquen porque esta es una revolución es pacífica, pero también es una revolución armada para defenderse de cualquier agresión externa o interna”. La amenaza del dictador al pueblo venezolano es clara, pues la Oposición a su régimen la considera como una agresión que amerita ser sofocada mediante una represión brutal por parte de esa “revolución pacífica… pero armada…”.
El llamado socialismo del Siglo Veintiuno de Chávez implica el fracaso del proceso democrático construido en América Latina a costa de enormes esfuerzos históricos, en virtud de los cuales se abrieron oportunidades igualitarias para que cualquier partido acceda al poder, pero en algunos casos, una vez encumbrados los falsos demócratas se quitan la máscara, exhibiendo el rostro siniestro de la dictadura.
Lo acontecido en Venezuela y en los países que integran la ominosa Cumbre que sirve de comparsa al gorilato chavista, es una lección para los mexicanos que nos encontramos en un proceso de tránsito a la democracia plena, que amenaza resultar fallida como consecuencia de que la generalidad de nuestros políticos no son demócratas, y anteponen sus intereses de partido o facción sobre el interés supremo de la Patria.
Este vicio por desgracia no sólo es de nuestra clase política sino de la sociedad en su conjunto, como lo demuestra la confrontación entre el Instituto Federal Electoral y las televisoras Azteca y Televisa, empeñadas estas últimas en hacer prevalecer su interés particular provocando molestias al público ciudadano, en ocasión del manejo inadecuado de las pautas relativas a la propaganda de los partidos, en el actual proceso para renovar la Cámara de Diputados.
En efecto, una reciente reforma a la Ley Electoral dispuso que durante las campañas federales, el Gobierno deje de divulgar sus programas por televisión y el tiempo de transmisión que por Ley le corresponde, se asigna a propaganda de los partidos.
Lo anterior implica un mayor control del IFE sobre el tiempo disponible para efectos de equidad, aunque para las televisoras supone que dejen de percibir los recursos públicos que por concepto de pago por tiempo de transmisión recibían de los partidos en el pasado.
La respuesta de las televisoras que el pasado fin de semana contaminaron la transmisión de eventos deportivos en agravio de los televidentes, provoca una confrontación inútil entre diferentes agentes sociales y políticos.
Los concesionarios de las televisoras mexicanas deben contribuir al fortalecimiento de nuestra frágil democracia y tomar experiencia de las graves restricciones que sufren los medios de comunicación en los países dominados por la demagogia izquierdista en el Continente Americano, en los que el Estado aplasta la libertad de expresión y asume el control directo y total de los medios, como resultado de una democracia fallida.
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