En la ciudad los meses se extinguen al ritmo de caminatas subterráneas. Por la noche faroles taciturnos, calle adoquinada, puertas clandestinas, azuladas esquinas conducen al escenario donde se representan los papeles: payasos, malabaristas y prostitutas, románticos trasnochados e ilusionistas cojos, familia, meseros, jugadores de ajedrez, niños que pescan en el parque. Una realidad que gira, y que a cualquiera empequeñece. De sobacos hediondos y ruidos marinos, insólitos perfumes que pasan a mi lado por las calles, panaderías matutinas y turbantes de árabes, vapor caliente y aceitoso en las alcantarillas, consumido al ritmo de caminatas subterráneas.
Relucientes despertares nos invaden, galerones de trenes, colores que se transforman inauditos, entre los árboles. Es el barrio que comienza a moverse, y su diversa masa humana se presta a caminar por los mismos sitios, durante incansables mañanas. En su propia soledad, cada uno de ellos. Manchándoseles de sol la cara. Cerrando en ocasiones los ojos.
Los contornos de la ciudad entonces: el tacto, los pilares fríos y los grasosos tubos de los trenes, las diminutas arrugas de tus ojos, tu trepidación inmóvil, el sudor tierno de vientre que ha pasado por mis manos, y los escalofríos y el odio, las bayonetas filosas de los cláxones, los ruidos cotidianos que al despertar pasan bordeando mis habitaciones, la música estridente que sale de los sótanos y el chasquido del vomito que golpea las aceras, todo ello atrapando los sentidos, ya en la ciudad que despierta nuevamente, sorda y ciega, de madrugada, por completo.
¿Dónde está el sentido entonces, hacia dónde seguir?
