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Divagación nocturna

Relatos de andar y ver

ERNESTO RAMOS COBO

Me veo por un momento: solo, translúcido en el breve espejo, y mis lágrimas podrían caer; sólo momentáneamente... Froto mi cara con las manos, y tardo en reconocerme: mis cejas más pobladas, y más largas, y al fondo de mis ojos el paso del tiempo, los aciertos y fracasos, la interminable mutación de todo. Y discurre así lenta la tarde, entre ruidos de una casa solitaria, hasta que aparecen por allí mis chicos, con su alboroto y su legión de sueños.

Precisamente en estos días la vida es ellos y ellos soy yo, siendo su añadidura esencial. Mas ningún romanticismo viene a cuento: al final somos solos, y ni ellos son todo, ni todo lo reemplazan. Confrontado al espejo solitario, caminando bajo cualquier farola, me veo por las calles, e intento reconocer y recordar el ruido de mis pisadas que se alejan. Oh, melancolía, amante dichosa, siempre me arrebata tu placer.

En cualquier sitio, y a veces, me ocurre sentir que la esquina se aligera, que se limpia de gente, y quedo en ella sentado, esperando que llegue alguien que nunca llegará. Mejor buscar distracciones para olvidarlo todo. Mejor buscar un colega para que la vacua conversación todo lo borre. Mejor subirle al radio y así cualquier cosa que venga a cuento en este mundo de ruidos. Mejor partirme el lomo por los centavos que faltan. Mejor sentarme a acariciar dos sendos perros enfermos a la sombra de una columna.

Estos sendos perros enfermos a la sombra serán seguramente carroña el día de mañana. Un final previsible para todo. En las pinturas de De Chirico amamos su ensoñada desolación ¿no es cierto, tío? ¿Qué es lo que atrae en ellas? ¿Acaso el olor de esas esperas eternas por lo que tal vez nunca regrese? El mar quieto, la mirada frágil; más allá, calle abajo, el ruido de mis pisadas que se alejan continuamente.

Las fotos antiguas en el piso de los mercados de viejo. Imágenes abandonadas de aquellos que fueron entonces. En un portón de una casa de un pueblo, elegantemente vestidos, la mirada vieja del padre los abraza a todos con sus ojos de nunca más, de ellos sus abotonados botones, el gesto solemne en la mujer, los botines lustrosos de los niños, la mirada de mano en el bolsillo, la resplandeciente instantánea del tiempo que se fue para siempre.

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