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Don Pablo Latapí: in memoriam

Las laguneras opinan...

LAURA ORELLANA TRINIDAD

Hay personas lúcidas que tienen la facultad de observar las cosas de distinta manera, a contracorriente. Y es el caso de don Pablo Latapí, un pionero de la investigación educativa que falleció hace un mes, después de un doloroso cáncer, en la Ciudad de México. Como exjesuita, vinculó la profunda religiosidad ignaciana a su propia filosofía educativa que fue desarrollando a lo largo de 40 años dedicados a la investigación y que plasmó en más de 30 libros publicados. Sorprende la manera en que aborda términos hoy asociados con la promoción o mercadotecnia de la educación, especialmente la universitaria: "excelencia", "calidad", "sociedad del conocimiento", "racionalidad".

Nadie como él para recordarnos, una y otra vez, la finalidad última de la educación. Fundó y dirigió múltiples institutos de investigación educativa, que durante sus últimos años de vida lo homenajearon en emotivas ceremonias. Y precisamente hoy, para recordarlo, quisiera compartir fragmentos de su discurso al recibir la distinción Honoris Causa de la Universidad Autónoma Metropolitana, un texto que invita a la reflexión, a retomar los verdaderos principios educativos, a recordar qué es lo verdaderamente importante.

Dice don Pablo: "Hoy se proclama como obligatorio para las Universidades el ideal de la "excelencia"

Las Universidades de todo el mundo, también las nuestras, están hoy presionadas por la exigencia de calidad; el problema es que, al parecer, nadie cuenta con una definición de calidad plenamente convincente. A mí me preocupa, primero, que se confunda la calidad con el aprendizaje de conocimientos, lo que simplifica el problema falsamente pues la educación no es sólo conocimiento

Muchas veces me he preguntado: ¿qué fue lo que hubo en mi educación que yo considero que la hizo, al menos en ciertos momentos, buena o muy buena? ¿Qué hicieron mis educadores -mis padres, maestros, hermanos mayores y compañeros de clase- para que esa educación fuese buena? Si tuviera yo que resumir en una frase mi respuesta, diría que mis educadores me aportaron calidad cuando lograron transmitirme estándares que me invitaban a superarme. Progresivamente, de muchas maneras, en diversas áreas de mi desarrollo humano -en los conocimientos, en las habilidades, en la formación de mis valores,- mis educadores me transmitieron estándares y, además, me incitaron a compararme con esos estándares, a comprender que había algo más arriba, que yo podía dar más, o sea, me ayudaron a formarme un hábito razonable de autoexigencia

Los educadores abordamos el problema de la calidad no desde teorías empresariales de la "calidad total" ni desde la preocupación por mejorar nuestra "oferta" comercial para triunfar en la competencia, sino desde perspectivas existenciales más profundas

Lo mejor de la educación que yo recibí -y creo haber recibido una educación intelectualmente exigente- fue precisamente lo no-racional, la apertura a dimensiones humanas que considero esenciales: el mundo simbólico y artístico, el ámbito de lo dionisíaco, el orden de la ética que fundamenta la dignidad de nuestra especie, y el de las virtudes humanas fundamentales, sobre todo el respeto a los demás y a la vida. Me horroriza una educación que excluya la compasión, que renuncie a la búsqueda de significados o que cierre las puertas a las posibilidades de la trascendencia".

Don Pablo nos deja un legado y nuestra tarea, como educadores, es discernir qué es lo que estamos haciendo con ella en nuestros días.

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