No es casualidad que haya ocurrido en un pueblo de Oaxaca rodeado de montañas. De eso estoy seguro. Ni que haya durado exactamente un mes. La mezcla de ingredientes liberó algo nuevo, y esa unión de entonces es recuerdo de siempre.
Nosotros teníamos poco más de veinte años, y la juventud era algo más que un desequilibrio psíquico: eran puertas que se abrían al viento. Precisamente su madre abrió la puerta. Le expliqué quién era, dejándome pasar con una sonrisa. La casa salía del huerto a la montaña, donde ella se descubrió de pronto entre la milpa, con una pañoleta blanca de ojos asustados. Su madre le pidió me saludara. Lo hicimos desganados. No imaginé que dormiríamos juntos, y que su húmeda respiración acompañaría mis sueños.
En la casa no había camas ni cuartos ni habitaciones: era un galerón de pilares, el cual me enseñaron entre señas. Me dijeron que arrumbara la mochila donde sea. Me enseñaron dónde estaban los utensilios de cocina. Me invitaron a la mesa, cuando llegó el padre con sus cabellos canosos. No tenía más de cincuenta años, y desde sus nudillos me observaba sonriendo.
La región del Istmo es caliente todo el año –dijo, preguntándome cuánto llevaba de maestro. Era mi primer año. Viéndolo asentir inofensivo pensé en los matriarcados de esa región juchiteca, mientras la madre todo lo observaba detrás del comal. La hija, de mejillas doradas, escuchaba con los ojos bajos. El padre, sonriendo, me observaba detrás de sus nudillos. Había poca luz.
Me preguntó en cuántas casas había estado. Era apenas la primera. Los miembros de la comunidad hospedaban y alimentaban al maestro. Me había tocado un grupo del cuarto grado en una escuela rural del Istmo. El día siguiente empezarían las clases, y esta noche apenas los conocía a ellos, mis anfitriones del próximo mes, que eran familia de tres y de largos silencios. La mujer amasaba, despegaba la tortilla como no queriendo, mientras la hija comía lentamente con los dedos: desplazaba el dedo en el frijol, comiéndoselo como si fuera caramelo.
Después de cenar el padre sacó una hamaca del canasto. Hay hamacas en todos los canastos –dijo señalando alrededor. Puede colgarlas en cualquier gancho. Tardé semanas en comprobar que esa familia rotaba indistintamente más de 10 hamacas en 100 lugares distintos. Ellos dormían–exactamente, donde los agarraba el sueño.
Mejor la más grande– le dijo su mujer. Quiero dormir contigo. No. Has estado roncando. Se descalzaron al mismo tiempo metros más adelante, detrás de unos pilares, y se echaron a dormir. Nosotros continuábamos en silencio en la hamaca. Despues ella me dijo que podía dormir donde sea.
Haciéndome el independiente colgué una hamaca rojiza en esos primeros ganchos. Ella terminaba de lavar los trastes mientras tanto. Después se alació frente al espejo, caminó a mi lado de puntillas con talones sucios, sus brazos morenos hurgaron el canasto. Fingí leer cuando colgó la hamaca a mi lado. Nuestras dos hamacas parecían abrir las piernas, y en la penumbra de la madrugada me pareció verla dormir con labios húmedos.
Las semanas siguientes fueron de juegos rítmicos. Nos entrelazábamos en el galerón cual par de palillos chinos. Una noche ella se acercaba, los mismos ganchos. Otra noche buscábamos un rincón y, en paralelo, sin hablar, decíamos buenas noches. Los padres descalzos mecían sus sudores detrás de los pilares. Yo acudía a clases por la mañana con los chicos. Pero en nuestras noches los perros ladraban, los grillos, el horizonte de buganvilias apenas iluminado por la luna. Así fue todo ese mes de hace años: un suave oleaje de juegos rítmicos. Lamento no haberme despedido de ella. Ese día de mi partida había salido a un mandado al pueblo vecino. Aún ahora en las madrugadas me parece sentir su respiración inacabada.
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