Tuvo razón el presidente de Estados Unidos Barack Obama, cuando contestó que no puede oprimir un botón para restituir en el poder al depuesto presidente de Honduras Manuel Zelaya.
Como es del conocimiento, el mandatario hondureño fue defenestrado del poder por un movimiento nacional que incluye a la Suprema Corte de Justicia, al Congreso y al Ejército de su país, así como una amplia base social en la que está incluido el propio partido que en su momento llevó al poder a Zelaya.
El repudio que redujo al siete por ciento la aceptación de los hondureños por su presidente, llegó al máximo en virtud de los intentos de Zelaya por reformar la Constitución Hondureña, como antes hicieron en sus respectivos países Hugo Chávez, Evo Morales y César Correa, siguiendo un modelo que amenaza desembocar en gobiernos autoritarios basados en un caudillaje personal y vitalicio, de acuerdo al modelo castrista de Cuba que gime bajo la dictadura más vieja del planeta.
Los hondureños aseguran que procedieron de manera institucional y conforme a sus propias leyes al deponer a Zelaya, y el Gobierno que en la actualidad opera basa su legitimidad en dicha apreciación, así como en el carácter incruento tanto de la expulsión del mandatario, como de la permanencia del Gobierno en funciones.
Los organismos que representan a la comunidad internacional no reconocen que en el caso se hayan respetado las formas legales, razón por la cual condenaron el movimiento como Golpe de Estado aunque se han abstenido de actuar militarmente, limitados en virtud de los principios del Derecho Internacional, relativos a la no intervención y la autodeterminación de los pueblos.
Lo curioso es que el actual escenario parece no dar satisfacción ni a quienes simpatizan con el Gobierno hondureño en funciones que quisieran verlo reconocido por los organismos internacionales, ni a los partidarios de Manuel Zelaya, entre quienes se cuentan algunos de los mismos que a conveniencia han sido críticos acérrimos del "imperialismo yanqui", y que hoy piden a gritos que los Estados Unidos intervengan militarmente.
Esta insatisfacción generalizada, deriva de que pocas son las personas que entienden y aceptan que el derecho internacional como todo sistema jurídico no pasa de ser un instrumento normativo al servicio del hombre en su doble vertiente individual y colectiva, y como tal las leyes no son "nana" de nadie, sino que cada ser humano y cada comunidad, ciudad, país o conjunto de países, somos dueños y responsables de nuestro propio destino.
El asunto de Honduras no puede ser resuelto a la medida de cada una de las partes en pugna, porque acontece en un escenario en el que la configuración del nuevo orden mundial que emergente a raíz de la terminación de la Guerra Fría, acusa el fin de los imperios y demanda la responsabilidad compartida de todos los actores sin excepción, grandes y pequeños, ricos y pobres y todo ello, en el marco de un sistema de justicia que toma en cuenta los múltiples intereses de todos los que participan.
Ese nuevo orden mundial no termina de cuajar ni en su diseño y menos en su operación práctica, por lo que habrá que luchar por él y seguir construyéndolo y entre tanto, los utopistas creyentes en las soluciones mágicas, dogmáticas o por decreto de los problemas sociales y políticos, tendrán que esperar.