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El Caleidoscopio Óptimo

Relatos de Andar y Ver

ERNESTO RAMOS COBO

La crisis de la página blanca no es imposibilidad de escribir -es esa la consecuencia, sino la percepción personal de que el sumirse en esta batalla con las letras no vale la pena, cualquier párrafo es estéril e inservible. Mejor dedicar el tiempo a cualquier otra cosa.

Aun así se escribe con fervor, con ansia y total convencimiento de causa, porque las letras trazadas son ajuste, ruta y destino, tatuaje del cambio de perspectiva que trae consigo el paso del tiempo. Autorretrato de momento, estéril e inservible.

Lo anterior viene a cuento porque últimamente he estado hojeando algunas de mis letras de hace años. En ellas hay garabatos o dibujos pequeños del ocioso en turno; en ellas la mirada de otro tiempo, y de algunas cosas que ya no existen.

Estuve hoy en un parque observando a una pareja. Ella parecía oriental, creo era japonesa con su bufanda graciosa. Él era peruano. Eso lo sé porque me lo dijo en el baño. Desde la dignidad de su calva asentía, y sus movimientos bruscos de andar jorobado con camisa de Arizona State. Los vi comer en una mesa del parque, con unos gemelos a su lado que ni siquiera chistaron. Después alcancé a ver, lentamente, cómo recogieron sus cosas y se fueron sin dejar siquiera un rastro de comida. La tarde de ellos también esfumada para siempre. Ignoro por qué pensé entonces en un columpio inmóvil al fondo de un jardín descuidado; o en los primeros pasos de un niño, que de pronto ya no son, y las horas implacables que sorprenden siempre con aire de desconcierto.

Recuerdo haber escrito alguna vez en Lenny's. Un viejo Deli en una esquina de una ciudad en la que viví hace tiempo. Había una mesa justo entrando a la izquierda, rodeada de vidrios. Un cubo de cristal, un vidrio detrás de otro y frente a frente, con cualidad de espejo. Me sentaba allí a escribir -en ese caleidoscopio óptimo- y veía pasar frente a mí las imágenes. La camisa sin mangas de esa pareja tomada de la mano, el buzón de correo a mi derecha, los autos raudos calle abajo, o el reflejo de un tipo paseando a un perro negro con aire de canalla. Me detenía allí, en ese cubo de cristal, a observar lentamente sus rasgos por las tardes, la respiración de la ciudad, y escribía sobre ellos. De esa mujer -de espalda desnuda, aún no me queda claro si venía hacia mí o se alejaba.

Pero eso es todo. No quiero continuar calcando esos garabatos que desconciertan. No sé. Es sólo que hace días estuve en esa ciudad de entonces, y el Lenny→ s ya no existe. Pusieron en su lugar una zapatería. Reemplazaron el cubo de cristal por un bloque de madera y dos colguijes.

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