Leyendo el título de esta luminosa columna, quizá algunos despistados hayan creído que un servidor se ha unido a esa enojosa falange de exégetas de lo negro, que han empezado a pulular por todas partes desde el triunfo de Barack Obama. Pero no. Hoy hablaré del género literario que recibe ese monocromático epíteto; que a sus fans les entrega muchas horas de esparcimiento y gozo, de ése que se desliza con cosquillitas de la base de la nuca a donde la espalda pierde su casto nombre; y que ha generado ecos y resonancias en otros ámbitos, especialmente en el cine, que mucho le ha de agradecer a ese (en algunos casos) denostado género.
Y lo vamos a hacer en homenaje de uno de los creadores del mismo: este pasado 26 de marzo se cumplieron cincuenta años de la muerte de Raymond Chandler.
Chandler, junto a S. Dashiell Hammett, son los creadores, maestros y epígonos del llamado Género Negro. Que no es otra cosa que la novela de detectives, pero con esa salsita picosa consistente en personalidades recias, corrupción generalizada, atmósferas asfixiantes, cadáveres de hace tiempo que se materializan en el presente, y rubias prestas a traicionar a quien sea por un puñado de dólares, y que resultan madreadas por el detective (y/o por otros personajes) con insólita regularidad.
El género literario que presenta a un investigador presto a resolver un misterio, y que lo hace mientras el lector sigue sus correrías, tiene larga y muy selecta prosapia. El primero, Arsenio Dupin, fruto de la pluma y afiebrado cerebro de Edgar Allan Poe, nace en la primera mitad del siglo XIX, y sus pautas de actuación y características básicas se han mantenido mayormente hasta el presente. Su principal heredero (y popularizador a lo bestia del género), Sherlock Holmes, no hizo sino refinar los usos y costumbres de Dupin. Y el verbo es exacto: tanto Dupin como Holmes son todos unos caballeros, incapaces de violencia y de olvidar limpiarse las patas a la hora de entrar en una casa ajena.
Pero el homicidio y la canallada no suelen ser tan sutiles ni políglotas como el Dr. Moriarty, el némesis de Holmes. Y quienes buscan justicia (o un remedo de la misma) no andan con elegantes bastones ni pipa enroscada.
Que es donde entran en escena los prototipos fundamentales del detective moderno: el Phillip Marlowe de Chandler; y el Sam Spade de Hammett. Me abocaré al primero, dado que es su autor al que estamos recordando. Aunque Spade tiene lo suyo, tiene lo suyo.
Marlowe es un hombre endurecido por las decepciones que la Humanidad le ha estado propinando desde la primera nalgada en la maternidad. En ese sentido, y aunque navega en océanos de materia fecal, hace lo posible por no ser uno de tantos motivos de pérdida de fe, y evita mancharse con tan pegajosa sustancia: tiene un sentido de la ética que haría enrojecer de vergüenza a la mayoría de nosotros. Una ética muy particular, eso sí. Pero ya quisiéramos que nuestra parasitaria clase política tuviera una pisca, particular o no.
Además, Marlowe no es el clásico gorila golpeador sin cerebro: tiene estudios, sabe de cuestiones musicales, ajedrecísticas y literarias, y estima a los mexicanos en una California de los años cuarenta en que éstos eran vistos punto menos que como la plaga, y asesinar inmigrantes ni delito era. De hecho, es un antecedente de lo políticamente correcto. (Uno de los guiones para cine de Chandler fue censurado porque ¡horror!, un excombatiente volvía de la guerra convertido en un psicópata). Marlowe es un hombre complejo, que suele plantearse dilemas morales en ambientes en donde el concepto ni existe, o es zalameramente emplastado con la hipocresía de los ricos. Constituye un personaje con sentimientos encontrados, pero que siempre tiene la superioridad moral en relación con la escoria con que tiene que tratar, viva ésta en cuartuchos de hotel de mala muerte, o en mansiones del tamaño de ejidos (si es que aún existen esos anacronismos).
Si la profundidad psicológica de Marlowe es ya suficiente para no dejar de leer a Chandler, su uso del diálogo, del humor y (sobre todo) de las metáforas, lo convierten en indispensable. Mucho del lenguaje que uno le adjudica al género negro (los one-liners, la ironía del detective, los malvados haciéndose los chistositos, las comparaciones estrambóticas) tiene su origen en las páginas de Chandler.
Quien empezara haciendo sus pininos en un medio que, para el asunto que nos ocupa, era prácticamente aristocrático: las novelitas (mejor dicho: colecciones de historias) de a cinco centavos: lo que (precisamente) se da en llamar "pulp fiction". Ahí aparecieron sus primeros cuentos cuando ya no supo qué hacer, luego de una vida azarosa, en la que el alcoholismo y la depresión le impedían mantener un empleo como para pagar la hipoteca.
El problema de la pulp fiction es que, aunque se está en buena compañía dentro de esas páginas, el público es más bien limitado, y el espacio no da chanza para sutilezas ni profundidades. Así que Chandler recurrió (y se lo agradecemos) a lo que en el argot literario se llama "canibalear": tomar tramas, personajes y atmósferas de distintos cuentos, y con ellos armar una novela. El resultado puede ir de lo funcional a lo espléndido. En esta última categoría incluiría a "La dama del lago", que de cuento interesante se convirtió en una de mis novelas favoritas del género.
Chandler tuvo desigual recepción crítica: algunos lo acusaban de ser demasiado violento; otros, ésos a los que les gusta lo rápido y furioso aunque no haya un gramo de inteligencia en la trama, lo hallaban demasiado fino. Sin embargo, Hollywood supo ver que ahí había vena, y llevó a la pantalla todas sus novelas
Desde los años cuarenta ha habido cientos de imitadores, literarios y cinematográficos, de Phillip Marlowe. Lo cual constituye el mejor homenaje (y recomendación) para un maestrazo como Raymond Chandler.
Consejo no pedido para que (fugazmente) se enamore de usted la ninfómana heredera del millonario paralítico (Tíííííípico): Además de las mencionadas, lea "El largo adiós", las tres novelas paradigmáticas de Chandler. Provecho.
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