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El martirio del Tíbet

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

Fue algo así como ver a la Madre Teresa de Calcuta bailando con un tubo para mayor efecto erótico. Escuchar (bueno, leer) a Tenzin Gyatso, el decimocuarto Dalai Lama, decir que la vida en el Tíbet es un infierno, y que los chinos están destruyendo su cultura, fue un cambio tan abrupto de tono que algunos pensamos que la nota de prensa estaba equivocada, y que alguien más había hecho esas declaraciones. Pero no: quien se lanzó directo a la yugular de la culturicida dirigencia china fue el Premio Nobel de la Paz, al que todos conocemos como ejemplo de moderación, mesura y cómo sostener la sonrisa durante décadas aunque se tenga estreñimiento y le estén pisando los callos. ¿A qué se debió el exabrupto? Algunos opinan que finalmente el decimocuarto Dalai Lama (okey, okey, de aquí en delante nos olvidaremos de lo del "decimocuarto") se hartó, y luego de pasarse la vida tratando de no molestar más de la cuenta a los chinos, finalmente se soltó el pelo y les dijo sus verdades. Después de todo es un ser humano con emociones y humores.

Otros leen la explosiva declaración como el muy notorio anuncio de que, luego de cincuenta años de buscar la autonomía tibetana por medios diplomáticos, pacíficos y hasta ingenuos, finalmente hay una declaración de "¡Fuera guantes!" y se usarán todos los medios posibles para que la República Popular China deje de maltratar al Tíbet, sus habitantes y su cultura. Otros consideran que la tonante declaración fue la muy particular manera con que el Dalai Lama le recordó al mundo que hace cincuenta años China terminó de anexarse Tíbet "a la Malagueña"; y que desde entonces se ha dedicado a socavar una civilización dedicada a la meditación y la contemplación, que nunca ha atacado a nadie, y que fue reconocida y respetada incluso por los Grandes Khanes.

Sea cual haya sido la intención del Dalai Lama, el asunto trajo de nuevo al Tíbet al centro del escenario internacional, luego de los alborotos con motivo de las Olimpiadas de Beijing el año pasado. Y dado que se cumplen cincuenta años de su última rebelión y de la huida a la India de su líder espiritual, sin que desde entonces se haya alterado sustancialmente el status quo del Tíbet, creo que resulta justo decir que las políticas de contención y negociación del Dalai Lama han resultado un fracaso. La pregunta pertinente es: ¿tenía en realidad otra opción? Y de ser así, ¿va a sacarse un as bajo la manga luego de medio siglo, para jugarse el todo por el todo en el ocaso de su vida?

Eso sí: el Dalai Lama ha sabido atraerse simpatías en todo el mundo, incluso entre gente que no tiene la más remota idea de la historia y el martirio del Tíbet. Su carisma e imagen amable se han encargado de eso. Y muchos se han puesto las pilas. Lo peor que les podía pasar a las autoridades chinas durante las Olimpiadas era, precisamente, que hubiera manifestaciones (que las hubo, aunque breves, de no mucho impacto y prestamente macaneadas y disueltas) sobre el asunto del Tíbet. Para la dirigencia comunista, el haber tenido que alterar la ruta de la antorcha olímpica para evitar las protestas en pro del Tíbet, fue un insulto peor que si alguien orinara el cadáver del Gran Timonel Mao.

Y no hay funcionario chino de cierta importancia que en el extranjero deje de enfrentarse a manifestaciones de repudio por parte de quienes protestan por la alevosía del Imperio del Centro. Y no se crean: a los chinos les duele, les duele. Una de las medallas (metafóricas) que porta un servidor es haber participado en una de ésas, en Washington, cuando andando de turistas mirones nos topamos con una ruidosa protesta afuera del hotel donde se hospedaba el Ministro del Exterior comunista. Pa' pronto agarramos una pancarta (las repartían como confeti: una preciosa bandera del Tíbet con la expresión "Free Tibet" abajo) y nos pusimos a gritar como energúmenos, tratando de no pisar a otros manifestantes tirados en la acera, que con harta cátsup simulaban ser caídos seguidores de la doctrina Falun Gong, otro grupo reprimido por la paranoica dirigencia comunista de Beijing.

En eso llegó la limusina del diplomático chino, que al ver el tumulto puso pies (bueno: llantas) en polvorosa y quién sabe por dónde bajó a su distinguido ocupante: probablemente tuvo que entrar por la puerta de servicio de la cocina del hotel. Nos reímos como el Lindo Pulgoso.

¿Qué hay detrás de todo el lío? Va un resumen: Tíbet es un gran altiplano situado al sudoeste del entorno cultural chino. Sus habitantes ni son chinos han (la etnia mayoritaria de China), ni hablan una lengua emparentada con ninguna hablada por los han. Durante toda la historia el Tíbet ha estado aislado del resto del mundo, y dada su escasez de recursos, relativamente despoblado. Durante siglos su forma de vida estuvo dominada por el budismo lamaísta, por lo que una alta proporción de la población masculina era de monjes que habitaban en monasterios, dedicados a la contemplación. Durante los más de cien años (1830-1945) durante los que China fue humillada por potencias extranjeras, el Tíbet estuvo inmune a esos relajos: ellos ni chinos eran, ni tenían gran cosa que se pudiera ambicionar. Durante los años de la República (1911-49), Tíbet fue independiente en la práctica.

Pero llegaron los comunistas al poder, y el grosero apetito de Mao se dirigió hacia su vecino, entonces gobernado por el jovencísimo Dalai Lama. Mediante amenazas nada sutiles, en 1950 consiguió que Tíbet fuera considerada una provincia (aunque no quedaba claro con cuánta autonomía) de la recién fundada República Popular China. De ello se aprovecharon las huestes de Beijing para empezar a colonizar con chinos han unas tierras que jamás habían pisado, y a demoler la milenaria cultura tibetana. Y uno puede ser muy pacifista y contemplativo, pero cuando miles de chinos enchinchan, tarde o temprano se llega al límite. A principios de 1959 en Tíbet se dio un levantamiento armado en contra de los odiados colonos chinos. La rebelión fracasó, y el Dalai Lama hubo de marchar al exilio atravesando el Himalaya. Desde entonces no ha vuelto a ver su tierra. Desde entonces continúa la destrucción de la cultura tibetana por parte de los chinos. Y desde entonces (hasta hace unos días) el Dalai Lama ha estado picando piedra, sonriendo y por las buenas, para que los chinos suelten el dogal, dejen de cerrar monasterios y acepten una autonomía que les permita a los tibetanos desarrollar su forma de vida como desde hace siglos.

Y ya sabemos que por las buenas, nomás no se ha podido. ¿Habrá un cambio?

Consejo no pedido para hacerse cuate del Yeti (el abominable hombre de las nieves): Vea "Siete años en el Tíbet" (Seven years in Tibet, 1997), que pese a Brad Pitt logra transmitir el ambiente de los años previos a la anexión. Provecho. Correo:

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