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El Merendero Mary

Relatos de Andar y Ver

ERNESTO RAMOS COBO

Mi piel blanca contrasta con todo este sitio. También mis intenciones. Ni se diga mi pericia al cuchillo. Con decir que de inmediato me pasó un trapo, como si estuviera esperando verme cortado. El trapo enrojecía y ella atendía la olla de pescado. Caminaba alrededor de la mesa y servía dos platos. Les cobraba a dos clientes. Me veía ver las vellosidades perdiéndose en la nada de su espalda. Miradas que debían ser más cautas, sin embargo. A los costeños les incomoda que les vean a sus morenas. Más tratándose de un viejo advenedizo un martes por la mañana en Zihuatanejo. Donde hay proezas que valen más que unas gotas de sangre.

Al pie de playa, donde las olas cimbran, un hombre joven descabeza pescados. El pelo negro, las cejas negras. Su machete retumba de automático en el atún escamoso, como si estuviera cercenando el cuello de algún anciano. Su mente está en otro sitio, sin embargo. Su ardor está a un hilo de agua de distancia. Un hilillo de agua que levantando adoquines recorre la ciudad, tibia y sudorosa, y que entre los fondos del mercado en ebullición desemboca en el Merendero Mary. Justo donde unas manos morenas pararon mi sangre.

Que le pasó? –me preguntó la más vieja, casi gritando. Una matrona marítima de carnes bastas.

Nada -le dije aun con el trapo en la mano. La maldita cebolla no se deja.

Pero usted quería aprender a cocinar. Se hubiera quedado tranquilo. Disfrutando ese caldo que le escurría. ¿Ya ve? Quiso aprender y meterse a mi cocina. Y ahora está todo cortado… –afirmaba, haciendo seña con cuchillo a la pequeña morena, que alcanzaba el orégano a los comensales con un brinco breve. Un manojo fresco chorreando agua.

Mis intenciones también contrastaban. La lolita sudaba apenas. Nombre usted el pecado: lujuria y gula. Todos los tengo. Hace años no veo a mis hijos y ni siquiera me importa. Los manjares son para el viejo. Los manjares que el machete tritura con cuello escamoso. El pelo negro, las cejas negras. Lavándose las manos pensando en desflorar, por fin desquintarla, un año de novios. El pelo negro, las cejas negras, pedaleando tranquilo por la ciudad. Enfundado, el machete parecía cartón mojado al frente de su bicicleta.

No, ni siquiera nos paga bien… -me respondió. No la corte, así se va a lastimar de nuevo –grito la vieja- y tu, no te distraigas. Tengo aquí 100 dólares -le dije sacándolos apenas del bolsillo. Acompáñame un ratito después del trabajo. No pude interpretar el pequeño gemido que tuvo como respuesta. Solo vi que una gota de sudor bajaba desde su hombro como lamiéndole la piel, quedándose en silencio el mercado. Desflorarla. El joven lo seguía pensando y con una media sonrisa veía las pulseras. ¿Cuánto cuesta esta? Mil pesos. Sí. Déjeme le hablo al dueño para ver si puede hacerle un descuento.

Con cien dólares se pueden comprar muchas cosas. Ropa, un día entero en la Isla pasándola de lo lindo, una pulsera. Con quinientos es posible ir a México para el fin de semana.

Esa tarde el joven la pensó y sonrió varias veces. Viéndose al espejo volvió a sonreír. Bañándose imaginaba su cara de sorpresa por el regalo. Arrojaba la toalla, abrochaba los botones, la loción que ella le había regalado humectaba con dos dedos su cuello. Apenas se despidió de su madre que canturreaba en el patio. Pedaleaba con una promesa en la memoria. Negro se había puesto el cielo presagiando tormenta. Hasta que en la calle le pareció verla. Era ella. No, no era ella. Era parecida, pero no podía ser. Entrando a ese hotel... no, no podía ser ella.

Comenzó a llover. No la encontró en el merendero. Se había ido temprano porque se sentía enferma. Y respirando profundo retumbó un chasquido en su cabeza. Un ruido del atún escamoso ante el machete automático. La imagen de cuerpos tasajeados tendidos en una cama. El chico esposado veía al suelo, con la camisa blanca ensangrentada.

Así fueron las cosas. Y también dicen que en el mercado de Zihuatanejo, muy temprano, las mujeres destrozan montones de hielo, y colocan pescados en esas camas frías. Y el fondo de sus bocas parece una caverna negra.

ramoscobo@hotmail.com

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