La ceremonia de relevo de poderes en los Estados Unidos nos recordó que ese país nació como una república, antes que como una democracia. Para los fundadores de los Estados Unidos la palabra democracia era sospechosa. Las sílabas de república, por el contrario, contenían la ambición de gloria y la determinación de hacer un Gobierno popular. La democracia denotaba la experiencia fallida de un Gobierno tumultuario: régimen de demagogia, inestabilidad, anarquía. La antigua república representaba la experiencia de un Gobierno sin reyes basado en la participación de la gente. El orden republicano era el modelo de su política y se volvería la inspiración de su arquitectura pública. La esperanza de los fundadores era proyectar la vieja república a los nuevos tiempos. Era, más aún, su misión tarea histórica. Como ha sugerido una serie de estudios contemporáneos, la cuna de los Estados Unidos puede ubicarse en el Renacimiento antes que en la Ilustración. Su motor inicial sería en consecuencia, la idea de la virtud cívica de los republicanos italianos más que la noción de la propiedad privada de los contractualistas ingleses. En el imaginario norteamericano subsiste esa semilla ideológica y en sus fiestas políticas hay algo de aquellas solemnidades.
La república parte de una noción de la naturaleza humana. El hombre no es una isla que produce y que consume, una máquina movida por apetencias y repulsiones: es un animal de la ciudad que encuentra plenitud en la comunidad. Ahí participa y discute. Al involucrarse en los asuntos comunes, adquiere plena humanidad. Por eso el ideal cívico es la participación en el espacio público y por eso mismo se ve con sospecha el refugio doméstico. La política no es función de arbitraje o asunto de guardias: es la más exquisita de las artes, la cúspide del genio humano. El buen Gobierno no depende de castigos ni de amenazas. En el centro está la virtud, la prudencia, el patriotismo, la disposición de entregar creatividad, valor y tiempo a la ciudad. De la igualdad parte también la idea de la distribución de cargas, responsabilidades y honores. Si la política nos define a todos, ninguno puede ser gobernante vitalicio. El flujo de los cargos públicos vivifica la política como las estaciones cuidan la vida de las especies. La república responde así a un metabolismo que rinde homenaje a los ciclos naturales: el frío que da paso al calor; los ríos que renuevan su agua, los cuerpos donde circula y se oxigena la sangre. Marcadas por la noción del bien común, las repúblicas confían más en la mudanza y el relevo de los liderazgos que en el control y oposición de los poderes.
A ese universo simbólico pertenece la fiesta de trasmisión presidencial de los Estados Unidos. Una ceremonia republicana en donde podían sentirse los aires que venían de una antigüedad profunda y extraamericana. Festejos de esa continuidad donde cambian los hombres para que la comunidad se refresque y persista. La política no se enclaustra ni se encapsula. La política no se encierra en las habitaciones de los políticos. Rechazando el salón del palacio y la galería del parlamento, la ceremonia encuentra escenario entre la casa de las instituciones y las calles. La clase política frente a la ciudadanía. Tampoco se embotella en su lenguaje. Por el contrario, se envuelve de las artes para presentarse como otra forma de la creatividad. La elocuencia de la música refrenda pertenencias y vitalidades. La voz de Aretha Franklin que acompañó la denuncia de hace apenas unas cuantas décadas celebra hoy la nueva Presidencia. John Williams compone música para la ocasión. Itzhak Perlman y Yo Yo Ma simulan mientras el playback recupera y reinterpreta frases extraídas de la primavera clásica de Aaron Copland.
Una frívola manía ha decretado que un discurso vale por sus frases. Un buen discurso sería aquel que deja un manojo de líneas citables. El discurso del presidente Obama fue criticado con ese rasero. Dicen que el mensaje decepcionó por no haber acuñado oraciones mántricas. Quienes eso exigen a una pieza discursiva reniegan de la posibilidad de que un discurso sea un argumento y que valga en su integridad. Quieren comillas para la decoración de un cartel, pero descreen del razonamiento en público. El valor del discurso de Obama está precisamente ahí: es el rescate de la narración y el argumento persuasivo que trata con respeto a su audiencia. Para frustración de los coleccionistas de perlas, no fue una costura de frases sino el desarrollo de un razonamiento.
El discurso vino al rescate de una tradición política. No fue, a mi entender, la reivindicación del liberalismo como dijo ayer Timothy Garton Ash en el New York Times. Fue una apuesta republicana. No me refiero, por supuesto, al caprichoso apelativo de un partido, sino a la tradición del republicanismo de la que hablaba al principio de este texto: defensa del interés común; apuesta por la legalidad, rechazo al encierro individualista y a los abusos escudados en la emergencia. Defensa de la razón y de la ciencia para terminar con el tenebroso Gobierno de un ignorante iluminado. La primera frase contiene la clave del discurso. No se dirige a los norteamericanos: se dirige a los ciudadanos. Al llamar su atención lo dice todo: no los convoca como votantes, como miembros de un partido, como consumidores. Los llama en su calidad de integrantes de una comunidad política que requiere de la participación de todos.
El republicano tiene ahora el reto más serio: pasar de la elocuencia a la eficacia.
http://blogjesussilvaherzogm.typepad.com/