Mañana se celebra un aniversario más de la fecha en que Cristóbal Colón avistó por primera vez tierras americanas. Anteriormente se le daba en llamar el Día de la Raza, sin especificar cuál. Luego el término pasó al olvido, quizá por lo mismo. Y en años recientes, ya ni siquiera es motivo para hacer “puente”, ¡bah!
El fenómeno no es exclusivo de México: el 12 de octubre solía ser una de las festividades más importantes del año en los Estados Unidos, y el Descubridor era considerado uno de los genios de la historia humana, comparable a quienes inventaron la sopa de microondas y el nadar de-a-muertito. Ello terminó a raíz de los gritos y sombrerazos del Quinto Centenario, allá en 1992. Las naciones aborígenes norteamericanas protestaron ruidosamente en contra del festejo, alegando que Colón no había traído sino desgracias, muerte y genocidio. Y que por lo tanto, si se tuviera un poco de sensibilidad, ni siquiera se mentaría su nombre. Poco faltó para que pidieran se rebautizara a Columbus, Ohio, o a la República de Colombia. Algo parecido ocurrió en otros países con poblaciones indígenas notables. Aquí en México, algunos histéricos disfrazados de aztecas de semáforo periódicamente se juntan en la glorieta de Colón del DF para insultar al genovés… en castellano.
Así pues, el Colón histórico pasó de superstar de las monografías de Editorial Patria, a víctima de lo políticamente correcto.
Al Colón humano no le hubieran extrañado esos vaivenes de la voluble Fortuna. Toda su vida (al menos, lo que de ella sabemos) fue así.
Por supuesto, lo que ocurre con Colón es uno de los males de nuestro tiempo: juzgar el pasado con los valores, la visión y los elementos que nos son contemporáneos. Y la verdad, eso no sólo resulta injusto, sino que únicamente sirve para distorsionar los hechos. Si no se tiene en consideración el contexto de los tiempos que corrían, nos quedamos con perspectivas torcidas y equívocas. Así que permítasenos echarle un vistazo a algunos elementos que sobre Colón, sus periplos a este lado del Atlántico y sus consecuencias, suelen soslayarse.
En primer lugar, el viaje de Colón es toda una hazaña. Si uno le rasca, la travesía de 1492 fue el viaje marítimo sin contacto con tierra firme más largo jamás intentado por un europeo hasta ese momento. En vista de los rezagos y limitaciones del instrumental de navegación de ese tiempo, alejarse de la tierra era arriesgarse a perderse y terminar vaya uno a saber dónde… muy probablemente condenado a muerte por sed, inanición o naufragio. Navegar hacia occidente, hacia lo desconocido, a la voz de “Voy derecho y no me quito/ si hago agua me desquito” requería de unos éstos realmente hemisféricos.
No que hubiera mucha alternativa: Portugal estaba a punto de bordear el extremo sur de África (aunque nadie lo sabía en ese momento) y por tanto, muy cerca de acaparar la riquísima ruta hacia las Indias.
España se le quería adelantar, y la única manera era seguir el plan de Colón, que aseguraba poder lograr en unos meses el objetivo que los lusos habían perseguido durante medio siglo. La jugada valía la pena: arriesgar al loquito de Génova, una tripulación formada por la canalla de Andalucía, y tres barcos Onapaffa (la Santa María medía 24 metros de eslora… menos que dos Campo-Alianza trompa con trompa), a cambio de lograr una ruta más rápida y corta que la portuguesa, era un gambito que los Reyes Católicos harían gustosos. Total, el financiamiento lo pondría un judío que no tardaría en ser expulsado de los muy católicos reinos de Aragón y Castilla…
El asombro de Colón ante lo que se topó en sus cuatro viajes no lo podemos imaginar siquiera. Sería el equivalente a, en efecto, encontrar otro mundo, fuera del Sistema Solar, y poblado por especies totalmente desconocidas. Muchas de las reacciones de Europa hacia la América tienen que ver con esa fascinación ante lo misterioso y bizarro. Pensar que ésta era tierra riquísima y plena de prodigios no requería mucho vuelo de la imaginación. Que los españoles se creyeran los cuentos chinos (bueno, indios) de las Siete Ciudades de Cíbola construidas de metal áureo puro, sólido y macizo; o de El Dorado, retozón señor sudamericano cuyos excrementos según-esto salían chapados en oro, no es tan extraño: América parecía capaz de ofrecer cualquier maravilla.
Se ha hecho mucho el cuento de la voracidad española por el oro. Como si otros imperios (anteriores y posteriores) no hubieran sido igualmente codiciosos. Lo que le ocurrió a España fue que en esos momentos (fines del XV, principios del XVI) estaba arrancando un nuevo modelo económico, el capitalismo mercantil, que requería metales preciosos amonedados. Por eso andaban vueltos locos persiguiendo todo lo que fuera dorado. No lo hicieron los romanos, ni los mongoles, ni los kázaros ni los omeyas ni los T’ang ni los que ustedes gusten y manden en épocas previas, porque el oro no jugó un papel tan central en la economía sino hasta el advenimiento del capitalismo (que ya-merito-caerá-víctima-de-sus-contradicciones según predijera con tanta certeza Carlitos Marx).
Quizá algunos piensen que es peor andar conquistando otros pueblos en pos de un metal precioso que para conseguir cautivos para el sacrificio humano. Me late que no. Tan imperialistas eran los aztecas como los españoles. Y, en muchos sentidos, los aztecas eran mucho más brutales. Y su búsqueda era tan absurda como la de los españoles: ¿Pelear guerras para hacerse de prisioneros destinados al sacrificio? ¿Acabar con un factor de producción fundamental (una vida humana) de oquis y para apaciguar dioses horribles y nefastos? ¿Qué sentido tiene eso? Si se fijan, aztecas y españoles perseguían quimeras de acuerdo al valor que les conferían. Aunque al menos el oro tiene más usos que la moronga quemada con copal.
Con otra: lo que España va a emprender en el Siglo XVI es único en la historia humana: crear el primer imperio transoceánico, y organizarlo, defenderlo, administrarlo, explotarlo, evangelizarlo, desde el otro lado del Atlántico. Ah, y sin ninguna experiencia previa, ni propia ni ajena. España tuvo que ir improvisando sobre la marcha, sin mapa de ruta ni manual de “Cómo crear un imperio global en siete fáciles lecciones”. Pero lo hizo; y cuando todo ello terminó, lo creado había durado tres siglos. Algo que aguanta trescientos años no ha de haber estado tan mal. Digo, la República Mexicana apenas va para doscientos, y ya perdió medio país y sigue con la mitad de la población en la pobreza.
Así que hay que ver las cosas como fueron. Y no fueron ni remotamente como muchos lo imaginan (y les enseñan en la escuela) en este hueco, huero Siglo XXI.
Consejo no pedido para ser conquistado por suecas: Lea “La catedral del mar”, de Ildefonso Falcones, para que se dé un quemón de lo que era la vida en la premodernidad. Además de que la novela es una delicia. Provecho.
Correo:
anakin.amparan@yahoo.com.mx