Lo recuerdo vagabundeando por las calles con los pies envueltos en abundantes hilachos, que eran un montón de tiras de vieja ropa sujetas con nudos creando un descomunal bulto del tamaño de una pelota de basquetbol. Caminaba a grandes trancos balanceándose, como un marinero en la cubierta de un barco, sin perder la compostura. No le hacía daño a nadie. Ciertamente lucía andrajoso. Sin embargo su continente no era de locura, sino de quien vive un inmenso mundo interior. Sus ojos era seráficos semejantes a los de San Francisco de Asís, pues a pesar de su desaliñado aspecto había en su mirada una ternura que daba la impresión de que se condolía de las miserias humanas. Ahora que lo pienso creo que era un personaje al que no le interesaba nada de lo que hacían o decían sus congéneres. Quizá era un filósofo oculto al que le faltó un biógrafo, que sabía callar para no ser molestado con la aspereza de una conversación. No se le conocían parientes, ni menos de dónde había surgido.
Al igual que Diógenes de Sinope, que buscaba con una lámpara encendida, a plena luz del día, a un hombre honesto sobre la faz de la Tierra, éste vestía ropas toscas, sus alimentos eran austeros y pernoctaba en las calles. En cualquier lugar, donde la noche lo sorprendiera. Su cobija era el firmamento cuajado de estrellas; de seguro practicaba el ascetismo dirigido al ejercicio de la perfección espiritual. A nuestro Camilo, así lo llamaban sus contemporáneos, parecía no importarle otra cosa que un costal astroso que cargaba sujeto por su mano a la espalda. Era sin duda un digno émulo del filósofo griego. Decía más haciendo mutis que revelándose como un orador fogoso. Los vecinos del barrio donde deambulaba decían que si hubiera hablado diría que en su caso, su escudriñar, utilizando un quinqué de rancho, pretendía encontrar un político honesto. Ambos, Diógenes y Camilo rehusaban seguir una vida normal por lo que se alejaban de las necesidades materiales.
Si Diógenes dormía en un tonel junto al templo de la Cibeles, Camilo descansaba de ir y venir de un lado para otro, sin dirección fija, junto a cualquier pared tapándose en noches de frío con periódicos viejos, subido encima de cartones que le servían de improvisado jergón. De Diógenes se supone que murió a los noventa años de edad. En tanto que ignoramos la edad en la que dijo adiós a esta vida el tal Camilo, patas de hilacha, al que el vulgo así había bautizado. Aunque podría suponerse que sólo se desintegró dejando su descomunal calzado en cualquier basurero. Los niños en su inocencia le hacían bulla gritándole necedades sin que él pareciera darse cuenta. El cabello lo singularizaba trayendo una mata hirsuta que le hacía marco a su cara. No parecía que fuera muy amigo del jabón por lo que en de vez de olores expedía hedores. El mismo Diógenes se consideraba ajeno a los convencionalismos sociales, evitando los placeres. Rechazaba todos los cultos religiosos por considerarlos instituciones puramente humanas y superfluas.
Hay otras figuras que pululaban en el Torreón de mi niñez. Llenaron con su presencia la fantasía que se teje en esos años. Con azoro veía a ése y otros personajes de la misma laya.
Mirando de frente la crisis que flagela nuestra golpeada economía, todos nos estamos transformando en Camilo, con un atadillo de hilachos en los pies que pesan como si fueran de plomo, sin darnos cuenta que el mundo se nos viene encima. Tiras y tiras forman esferas hechas de miedo, desesperación, de susto, desaliento, angustias, desasosiego, de sobresalto, de desconfianza, de dolor, de zozobra, de recelo y de cobardía. Desde hace un buen rato estamos caminando sin rumbo dejando jirones de dignidad a nuestro paso. Nos quedamos en silencio, igual que Camilo, cual si el extremo de nuestras piernas nos pesara para avanzar. Se ha apoderado de nosotros una afonía corporal permaneciendo amordazados sin atrevernos a decir esta boca es mía.
En fin, la triste figura de Camilo la proyectamos en nuestra propia sombra, con un costal deshilachado en las espaldas lleno de ilusiones muertas, vamos andando la vida, creyéndonos mucho y no somos nada.