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El pequeño saltamontes

GILBERTO SERNA

Las emociones que solía producir el cinematógrafo, para mi generación, no tenían comparación con ninguna otra diversión. Me refiero a la época de los cuarentas, cuando los habitantes de aquel ingenuo Torreón de entonces asistíamos al fastuoso y elegante cine Isauro Martínez, donde la reina Victoria pudiera haber asistido sin demérito de su corona. Un tropel de chiquillos ruidosos, encaramados en aquellas duras butacas del anfiteatro, cuando se corrían los pesados cortinajes que descubrían una pantalla sobre la que se proyectaba el celuloide, con la sala en penumbras, estallaba en un estruendoso griterío. En realidad el edificio era un hermoso teatro con balcones a sus lados y pinturas que reflejaban el espíritu de la época, acondicionado como cine, una mole arquitectónica, descrita en sus primeros tiempos como gótica, bizantina y morisca, con artísticos plafones bellamente labrados, que le dieron un gran esplendor. Era frecuente que se viera interrumpida la proyección porque repentinamente, en vez del filme, aparecía una mancha ígnea que daba razón de que el rollo de la película cedía ante el foco que calentaba demasiado. Las luces se encendían provocando que alguno del público, desde las alturas, empezara a gritarle "cácaro" al operador que se daba prisa en arreglar con gran pericia el desperfecto, reanudando la función por la que se habían pagado dos pesos.

Eran los tiempos en que John Carradine aterrorizaba a los espectadores con películas de argumentos diabólicos. Era el padre, en la vida real, del actor David Carradine que llegaría a la cumbre de su fama en la popular serie de televisión, de los setentas, que se denominó Kung Fu interpretando a un monje shaolín, mitad chino mitad estadounidense, que era experto en la práctica de artes marciales. Su nombre era Kwai Chang Caine. Más allá de la trama encerraba una lección de filosofía budista, junto con la disciplina a que eran sometidos los sacerdotes en el uso del bastón, Caine viajó a América huyendo de la justicia china que quería apergollarlo por órdenes de su emperador, trayendo consigo una estaca a manera de báculo, caminando con un sombrero de ala ancha medio maltratado, un caramillo y un pequeño morral como única impedimenta. En su largo peregrinaje el personaje se caracterizó por un espíritu de justicia, que tanto gusta a los humanos ver pero nunca practicar. A propósito de cualquier asunto le hacía rememorar las enseñanzas de su invidente maestro, pletórico de velas encendidas en el monasterio de la hermandad de los shaolín, que le daban un toque mágico a sus palabras.

Quizá esté chapado a la antigua, pero no puedo juzgar sin cerciorarme por mis propios ojos de las supuestas prácticas masoquistas que se le atribuyen a un hombre que había cumplido los 72 años de edad, cuando las pasiones equivocadas debieron desaparecer desde antes. Me he conformado con leer las informaciones noticiosas que indican que David fue hallado muerto en una habitación de un hotel en Bangkok, Tailandia. Al parecer tenía una larga soga atada al cuello que llegaba hasta sus órganos reproductores, en una asfixia auto inflingida a fin, dicen, de aumentar su estimulación sensorial. Hay dos cosas que no "checan", para pensar que en su deceso no intervino otra persona. En un primer momento se habló de suicidio. Después se han dado varias versiones. Aun no termina la investigación de las autoridades. Las noticias indican que fue encontrado desnudo, colgando dentro de un armario, con las manos atadas. El actor se encontraba en el lugar participando en la filmación de una película francesa, a tres días de acabar de rodarla. Los forenses determinaron en la necropsia que falleció por sofocación. En fin, lo que en realidad debe importar es que se fue un ícono de la cultura popular, que a través de sus interpretaciones trajo divertimiento y solaz a los laguneros de aquel entonces. Que descanse en paz quien encarnaba al Pequeño Saltamontes, personificando a un vagabundo, que era bueno para las contiendas, cuerpo a cuerpo, combatiendo la maldad de los hombres en el Lejano Oeste de aquel lado de la frontera.

Pero, ¿por qué abordar este tema? Los actores, cuando hacen cosas exitosas que impactan a gran parte del público, ante los que se convierten en ídolos, suelen ser parte de nuestros sueños más recónditos. Su imagen pública se daña cuando se convierten simplemente en seres humanos sujetos a las mismas depravaciones en que puede caer cualquiera. Son como los políticos, convertidos en autoridades, a los que la sociedad, mientras ejercen el poder, eleva a la categoría de deidades, que se pavonean creyendo que el destino los ha escogido colocando en sus sienes una corona de laurel. En este caso, no sabemos en qué terminen las pesquisas del Ministerio Público. El mundo continúa dando vuelta y no dejamos de asombrarnos el que haya seres que se dejan llevar por sus instintos más primitivos. Entretanto el muecín sube a lo alto del minarete, a entregarse a decir su oración en un grito que parece lamento de quien sufre por una humanidad que, todo parece indicarlo, ha perdido el rumbo de lo que es honesto. A menos que se demuestre que ha sido atacado para forzarlo a un ritual voluptuoso, en cuyo caso sería una víctima de su propia concupiscencia, gozando con verse maltratado y escarnecido por otra persona.

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