No hubo debate sobre seguridad nacional durante la campaña por la Presidencia de los Estados Unidos. Competían dos críticos del presidente Bush. Había, por supuesto, enfoques distintos pero, tanto John McCain como Barack Obama, consideraban que Bush había hecho más vulnerable al país con su unilateralismo y su desprecio por las normas constitucionales. Ninguno de los candidatos, por ejemplo, aceptó como válidas las razones del Gobierno para torturar a los acusados de terrorismo. Ambos coincidían que la prisión de Guantánamo debía cerrarse. Aquel debate inexistente apareció esta semana con un enfrentamiento entre el presidente Obama y el antiguo vicepresidente Cheney.
El contraste no pudo ser mayor; las posiciones más contradictorias, los personajes más antagónicos. Habló primero un presidente que fue profesor de derecho constitucional. Se rodeó de símbolos para construir un argumento nacional. Un presidente que reivindica las instituciones, las prácticas y los orgullos de su historia. En eso Obama resulta un conservador en la vertiente más apreciable del término: un hombre que no invoca la excepción para romper con las reglas ni pretende legislar desde la fascinación del carisma. El desastre de la prisión de Guantánamo no es simplemente una estrategia fallida: es un camino extraño, un apartamiento de la historia. La fibra del argumento es por ello notablemente tradicionalista.
Obama pretende conciliar idealismo con realismo atando en una frase la moral y el imperio: los valores y el poder. Los principios democráticos no son mera prédica moral sino arma en el combate contra una ideología de perfiles totalitarios. La tesis es que no puede ganarse la batalla contra el extremismo islámico si no se incorpora el arma democrática a la lucha: si no se demuestra la diferencia entre el encono del fanatismo y la civilización de las normas. Ahí está el núcleo de su polémica con la Administración anterior. La ruptura de la legalidad, el desprecio del orden internacional, el abandono de la diplomacia, la orden de torturar presos para extraerles información fortaleció políticamente a los enemigos, estimuló a los fundamentalistas, aisló a Estados Unidos y lo hizo más vulnerable. En los Archivos Nacionales Obama, el constitucionalista, habló de la luz que proyectan los documentos fundamentales de su país. Pero en su discurso, estos textos no son mera emisión lumínica: son las principales armas en la guerra contra el terrorismo.
El profesor polemiza con su predecesor: se desvió de la historia y fue secuestrado por el miedo. Las decisiones de la Administración Bush no surgieron de una estrategia inteligente y bien meditada; tampoco se fundaron en datos confiables examinados con imparcialidad. Con ceguera fanática, movida por el temor, la Administración se dispuso a ignorar todo dato que confrontara su prejuicio y estuvo dispuesto a alterar cualquier hecho incómodo. Sobre todo, llegó a la conclusión de que los principios son lujos que un Gobierno bajo presión no puede respetar. El conservador retorna a sus confianzas: no tenemos por qué tirar nuestras instituciones a la basura. No hay desafío tan grave que permita abandonar lo que somos.
Unos minutos después de que el presidente hablara en los Archivos Nacionales, tomó la palabra el antiguo vicepresidente Cheney ante un auditorio conservador. Su discurso es un contraste nítido e inteligente. El realismo populista y nacionalista encuentra en Cheney un vocero enérgico y decidido. Su relato describe el 11 de septiembre de 2001 como la cumbre de una serie de agresiones contra los Estados Unidos. Mientras el presidente Obama hilvanaba la larga historia de su país, Cheney se concentraba en el día del ataque, en las horas en que Nueva York y Washington fueron atacados. Frente a la serenidad de los siglos, Cheney relató la intensidad de segundos dramáticos. Ante el potencial destructivo del odio, ante el fanatismo genocida, el Gobierno no puede vacilar para honrar viejos documentos. El idealismo de Obama adquiere perfiles extranjeros en las palabras de Cheney: sólo los europeos y los profesores niegan la necesidad de postergar los legalismos para cuidar a la patria. Orwellianamente, Cheney describe la práctica de la tortura como "interrogaciones reforzadas." Salvaron vidas, dice.
Cheney compara lo que no volvió a pasar con lo que podría volver a ocurrir. Que los Estados Unidos no hubieran recibido otro ataque terrorista tras el golpe de septiembre es presentado como prueba de que la estrategia funcionó. Aquello de lo que el presidente reniega ha preservado vidas y mantenido la tranquilidad en el país. La ausencia de ataques en suelo norteamericano tras el 11 de septiembre será ventilada una y otra vez. Si llega a presentarse un nuevo embate terrorista, estallará como bomba en el centro de la Administración Obama. Casi podría decirse que se percibe cierta esperanza de la derecha norteamericana de recibir otro ataque.