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El populismo justiciero

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Impecable declaración, la del secretario de Gobernación ante los desplantes del alcalde de San Pedro Garza García. "El Estado mexicano en sus distintos niveles de competencia no puede actuar por encima o en contra de la ley. Quien así lo hace, haciéndole daño a los demás, es un delincuente y no se puede aceptar que con delincuencia se abata la delincuencia." El planteamiento parecerá elemental, una obviedad pero justamente por eso era indispensable. El alcalde neoleonés ha desafiado lo esencial: abandonar las tablas de la ley para ganar el orden desde la barbarie. Eso es lo que propone el nuevo presidente municipal: el salvajismo como salida a la desesperación. Romper con la ley para imponer el orden. Nadie había cruzado esa línea con tal desparpajo. No dudo que otros hubieran recurrido a medios ilegales con el propósito de recuperar el orden. Nadie antes de Mauricio Fernández había defendido públicamente el arrojo de la ilegalidad.

El Estado es un emisor de señales. A través de sus reglas y de sus actos emite mensajes que son escuchados por la sociedad. Los criminales también emiten signos que escuchamos. Las dos formas de comunicación aconsejan y amenazan: sugieren un camino y advierten consecuencias desagradables a quien se aparta de sus dictados. Diego Gambetta, el gran estudioso de la mafia italiana, ha dedicado su libro más reciente a la comunicación criminal. Mauricio Fernández, el alcalde neoleonés ha optado por enviar como primera señal de su mandato, un aviso que despliega credenciales criminales, en lugar de ostentar los títulos de la ley.

Apenas veladas, las palabras del alcalde no dejan dudas: sacará a los delincuentes por las buenas o por las malas. Hará cualquier cosa, no se detendrá por fastidios legales. Creará un "grupo de limpieza" para acabar con los criminales. El político atrabiliario sostiene que, frente a los delincuentes, el Gobierno no puede seguir la ley. Así lo ha puesto Fernández: "quieren que a ellos les valga madres todas las leyes, y quieren que yo respete todo, pues no entiendo". Lo que no entiende Fernández es lo elemental: el sentido del Estado, su razón de ser, su compromiso elemental. Cuando el Estado se aparta del cauce de la ley, deja de ser Estado y se convierte en otro criminal. Dinamita la base de la convivencia para entregarse al imperio de la violencia selvática. Lo que no entiende Fernández es que su "grupo de limpieza" es gemelo de un escuadrón de sicarios. Lo que no entiende es que su única labor es defender la ley con la ley.

Pero hay quien cree que este arrojo es necesario, que no hay otra vía de recomponer las cosas. Creen que la ley es escudo de criminales y coartada de los irresponsables. Por eso ven con atracción la rudeza de un hombre decidido a correr riesgos y "tomar el toro por los cuernos." Cuando el alcalde en su toma de posesión alardeó que habían muerto en la Ciudad de México unos criminales que habían azotado San Pedro, recibió un alud de aplausos. Muchos de los asistentes a la ceremonia se pusieron de pie para tributarle un homenaje sonoro. La ruta es delicada porque puede agravar aún más la crisis de seguridad y envenenar por décadas la convivencia mexicana. Coquetear con la formación de escuadrones de la muerte, sugerir la conveniencia de que las autoridades gubernamentales se tomen atribuciones que no les corresponde es empezar un camino de envilecimiento público de terribles consecuencias para la república. La experiencia internacional es elocuente: entrar al foso de las venganzas privadas patrocinadas indirectamente por el poder público puede sumergir a las sociedades a un caos de sangre mucho más terrible del que se pretende escapar.

Pero el señuelo es atractivo. No cabe duda que existe frustración frente a un Estado que no provee el orden que debe cuidar. Es evidente que la falta de una cadena clara de responsabilidades patrocina la impunidad y fomenta la inacción. En este contexto, la aparición de un camorrista justiciero puede ser vista con esperanza por quienes quieren soluciones inmediatas y definitivas. Pero ese populismo vengativo que manda al diablo a las instituciones, que presume su distanciamiento de la legalidad y amenaza con combatir el crimen con los métodos del crimen puede llevarnos al despeñadero. No hay otro camino para combatir a la delincuencia que la ruta de las leyes y las instituciones. Por supuesto, no es remedio instantáneo. Pero es el único confiable.

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