La alternancia en el ejercicio del poder a nivel del Gobierno Federal, fue el resultado de la voluntad del pueblo de México, que a fin del Siglo Veinte reconoció el agotamiento del modelo vigente en aquellos días.
El sistema de partido de Estado, encabezado por el presidente de la República como titular del Poder Ejecutivo y jefe del Partido Revolucionario Institucional en el poder desde fin de los años veinte, sucumbió frente a lo vientos de libertad que soplaron en la última década del pasado siglo y que trajeron como resultado el colapso de la Unión Soviética y su imperio.
Se entiende que el tránsito a la democracia plena emprendido por nuestro país no esté exento de obstáculos y trabas como en cualquier otro país del mundo, pero en nuestro caso pareciera que el intento llega a su fin, en virtud de la falta de reformas constitucionales y legales, que resultan indispensables para modificar la antigua estructura diseñada para procesar el mando cupular desde una Presidencia investida de un poder absoluto.
El anhelo por eliminar la Presidencia Imperial ha derivado en un acotamiento de las facultades del Poder Ejecutivo hasta un extremo que amenaza la estabilidad del sistema político, frente a una multitud de poderes fácticos en franca rebelión entre los que se encuentran partidos de oposición, sindicatos, medios de comunicación, grupos criminales, etcétera, y en particular el Congreso de la Unión que ha desbordado sus facultades.
En pocas palabras los mexicanos nos hemos lanzado al vacío, al desmantelar el viejo presidencialismo sin que hayamos construido un sistema parlamentario en forma simultánea.
A ello obedece que el presidente no pueda ni siquiera hacerse presente en el Congreso en ocasión del informe anual de labores, contrario a lo previsto en la generalidad de las democracias del mundo. Hemos pasado de un extremo a otro.
Tampoco el PRI halla ni hallará qué hacer con su mayoría en la Cámara de Diputados, en la que con paladino atrevimiento se ha deslindado de la responsabilidad de gobierno bajo el pretexto de ser oposición, a sabiendas de que en el sistema de división de poderes, es imposible el funcionamiento del Estado en un escenario de radical confrontación como el que hemos vivido en los últimos años.
Por lo que toca al Partido de la Revolución Democrática, se enfrenta al dilema de mantener su radicalismo que lo llevó a extremos de desconocer la legitimidad de la última elección presidencial y que tanto le ha costado en términos de resultados en la reciente elección federal o bien tiene la alternativa de mostrar un rostro civilizado.
Un adelanto de lo que pueda ocurrir al respecto, pone de manifiesto la profunda división que en el PRD existe. Por una parte, Carlos Navarrete en la víspera de su asunción como presidente del Senado reconoce sin ambages a Felipe Calderón como presidente de la República, contrariando la posición perredista sostenida desde el principio del sexenio.
En la Cámara de Diputados, la designación de elementos ultras como es el caso de Alejandro Encinas como jefe de la bancada perredista emanado del grupo de López Obrador que es contrario al de Navarrete, hace prever una operación disfuncional del PRD en el Congreso. Por lo que toca a Gerardo Fernández Noroña como secretario de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, su desempeño está llamado al fracaso, tanto si mantiene su grosero extremismo como corresponde a su naturaleza, como si muestra un rostro de civilidad que como tal se percibirá falso.