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EL SÍNDROME DE ESQUILO LAS BATALLAS EN EL DESIERTO

VICENTE ALFONSO

Me acuerdo, no me acuerdo. ¿Qué año era aquel? Ya había videojuegos pero no Internet, Los Enanitos Verdes cantaban La Muralla, los electrodomésticos y las golosinas gringas circulaban sólo en el mercado negro. Eran los tiempos de la guerra fría.

En los puestos de periódicos, por quince pesos, se conseguían versiones ilustradas de novelas mexicanas: Balún Canán, La Muerte de Artemio Cruz, El Agua Envenenada. Ejemplares de bolsillo, papel revolución. Mi favorito en esa colección de Novelas Mexicanas Ilustradas siempre fue el número cincuenta y tres: Las Batallas en el Desierto, adaptación de la novela de José Emilio Pacheco.

De Las Batallas en el Desierto sí me acuerdo, claro que me acuerdo. Mariana, Carlos, Jim, Rosales. Un mundo muy parecido al mío, en la medida en que pueden parecerse la capitalina colonia Roma de los años cuarenta y el desértico Torreón de inicios de los ochenta. Me acuerdo de mi abuela regañándome por leer "esas vulgaridades", tentándome con los tomos verdes, empolvados, de El Tesoro de la Juventud, diciendo: "tenga para que se entretenga" (juro que así decía). Y me acuerdo de cómo, a la hora de jugar, me subía a una higuera a leer a Mariana. A verla, por supuesto.

¿Qué provocó que niños como Carlos, como yo, convirtiéramos a Mariana en nuestra primera fuente de deseo? ¿Qué causó que volviera a Las Batallas una y otra vez? No coincido con los críticos que han visto en la nostalgia el motor que impulsa las historias de José Emilio Pacheco. La nostalgia, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la "pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos", o una "tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida".

No hay felicidades disipadas en la obra de Pacheco: sus historias son viajes al pasado, pero al horror del pasado. Al narrar, los personajes no añoran tiempos diluidos, antes bien tratan de exorcizar los fantasmas que aún quedan de entonces. "Si, en opinión de mi mamá, esta que vivo es la etapa más feliz de la vida, cómo estarán las otras, carajo", concluye Jorge, el desencantado protagonista de El Principio del Placer (p. 55). Aún más claro es Carlos, el personaje que cuenta Las Batallas en el Desierto: "Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia". (p. 68).

¿Si no hay nostalgia, qué hay en la obra de Pacheco? La violenta belleza del despertar al mundo adulto. Los personajes-niño (Carlos en Las Batallas en el Desierto, Jorge en El Principio del Placer, muchos protagonistas de El Viento Distante) son tildados de menores precoces y curiosos, pero ¿qué niño no lo es? Yo, al menos, lo fui.

Y por la obra de Pacheco hice conciencia de realidades como la corrupción, el despertar sexual, la literatura, el desafío ante la figura paterna. Estos y otros temas son constantes en la narrativa de Pacheco. La Guerra y el Holocausto, columna vertebral de Morirás Lejos, aparecen como un fantasma en las conversaciones, en el salón de clases, en los recuerdos mal asimilados de los personajes. Y al mismo tiempo, un México que se fuga constantemente es el caldo de cultivo en el que se desarrolla Morirás Lejos. Pero no quiero olvidarme de Mariana.

Por la novela de José Emilio Pacheco empecé a explorar, con la vista y la imaginación, las delicias de la geografía femenina: rodillas, muslos, cintura, pechos, el misterioso sexo escondido. Como en la vida, en la narrativa de Pacheco el deseo despierta desde un sitio ajeno a la razón. El sexo es un enigma que se resuelve en el cuerpo y con el cuerpo, un misterio que duele hasta el gozo. Carlos describe a Mariana: "Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el misterioso sexo escondido". (p. 37).

Ahora me doy cuenta de que además de desearla, Carlos y yo amábamos a Mariana porque podíamos llamarla por su nombre. No teníamos que hablarle de usted o pronunciar solemnemente su apellido, como debíamos hacerlo con nuestros padres o con el maestro Mondragón. Nombrar a Mariana era ya poseerla, paladearla y sentir su esencia palpitando en la lengua. Mariana. Tal vez por eso, en la novela, Carlos no escuchaba razones. Por eso "únicamente repetía su nombre como si el pronunciarlo fuera a acercarla" (p.34).

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