Detrás de París
“No ser nadie en una ciudad que lo es todo
es mil veces preferible a lo contrario”.
Julio Cortázar
Detrás de la ciudad de estereotipos, de folletos turísticos y restoranes de lujo, París esconde un laberinto. Más allá de sus museos imposibles, de su torre impávida y de sus templos habitados por quimeras; más allá del erotismo histórico del Moulin Rouge, del perfil afable de la Mona Lisa y de los escaparates ostentosos de Champs Elysees, hay otra capital francesa.
Patria de Paul Gaugin, de Proust, de Baudelaire, la grandeza de la ciudad luz no se limita a la fértil abundancia del Louvre o a las impávidas barcazas que navegan el Sena. La diversidad está en las calles, en los milagros cotidianos que han sido influencia innegable de enormes creadores latinoamericanos. Muchos de ellos enfrentaron los rigores de la urbe cuando aún no estaban envueltos en auras de leyenda.
Gabriel García Márquez, ahora premio Nobel de Literatura, llegó allí como corresponsal del diario El Espectador en el invierno difícil de 1955. Cuenta que para sobrevivir debió juntar botellas vacías en las calles y cantar vallenatos en los cafés, y que alquilaba la habitación más barata del Hotel de Flandre, en la rue Cujas del Barrio Latino. De esas urgencias nació El Coronel no Tiene quien le Escriba.
Quizás para rescatar aquella época, el novelista y periodista colombiano Plinio Apuleyo Mendoza ha escrito: “si una hada pudiese devolvernos todo lo de entonces, tendríamos de nuevo la estufa de hierro ronroneando apaciblemente en un rincón de la pieza y despidiendo un calor que nos saca de los huesos el frío y la humedad de las calles. Tendríamos de nuevo los estantes de libros hechos con ladrillos y tablas (…) un afiche de Léger; la ventana que mira hacia la ciudad quieta y brumosa en las noches de invierno”.
Y es que en los días de frío, la ciudad es cobijada por una lluvia sin tiempo que les recuerda a los peruanos la garúa tenaz que bautiza a su Lima lejana. Tal vez por eso César Vallejo sentenciaba: “Moriré en París con aguacero, un día del cual ya tengo el recuerdo”.
Otro peruano, Mario Vargas Llosa, confiesa en sus memorias que “salir a caminar por los puentes y muelles del Sena, observar a ciertas horas la volutas de las gárgolas de Notre Dame o aventurarse en ciertas placitas, (…) era como sepultarse en un gran libro”.
Imposible olvidar la penumbra de la rue Saint Denis, poblada por mujeres fáciles de vidas imposibles, que se venden a cualquiera y por cualquier precio. Es allí, donde abunda la escasez, el lugar en el que Violeta Parra reencuentra sus canciones y recibe cartas por el correo temprano mientras lava ropa ajena para poder comer. Y pinta. Y canta.
También canta Silvio Rodríguez y años después elige una esquina de la rue Descartes para ilustrar la portada de uno de sus mejores discos. El trovador posa junto a un bote de basura y allí París se revela lejos del mito, manchado con los reclamos de aerosoles rebeldes, con marcadores que condenan el consumismo y censuran los anuncios que tapizan los túneles del metro.
Son las calles con su diversidad étnica las que inspiraron a Julio Cortázar para orquestar Rayuela, un libro que, en cierto modo, es muchos libros. Indudable principio de todo buscar a La Maga en la rue de Seine y encontrar su silueta en el pont des arts. Confiesa el autor: “si yo no hubiera escrito Rayuela, me habría tirado al Sena”.
En los cafés de Montparnasse era común, en el período de entreguerras, observar por allí a artistas como James Joyce, Henry Miller, Hemingway, Modigliani y Chagall. Por cierto, el próximo 14 de febrero Julio Cortázar cumplirá 25 años de ausencia: fue sepultado en Montparnasse el 14 de febrero de 1984. En el mismo cementerio están los restos de Porfirio Díaz. Y allí mismo Charles Baudelaire aún maldice a sus lectores cobijado por la bruma, muerto de sífilis y de cabalgar la noche en la ciudad que yace bajo las leyendas de la capital francesa.
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