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El tradicional cambio

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Es difícil creer en la promesa de los grandes cambios, cuando ésta se pronuncia desde la tribuna de la tradición y las justificaciones, cuando se resiste corregir el más mínimo detalle, cuando el discurso choca con la práctica, cuando los errores se niegan... cuando las actitudes confirman vicios y engaños.

Esta semana fue elocuente al respecto. El presidente Felipe Calderón volvió al tema de los cambios pero, fiel a la tradición, no sustantivó ni detalló la idea ni miró la hora. La lideresa Beatriz Paredes se pulió en justificar por qué el priismo comulga con los curas en cuanto al aborto se refiere. Andrés Manuel López Obrador casi está dispuesto a someterse a la prueba del ADN para demostrar que Juanito no es su criatura. Y el perredismo que defiende al hondureño Manuel Zelaya está dispuesto a dar un golpecito de Estado al iztapalapense Rafael Juanito Acosta. ¿Cuál es el cambio?

Si un tabique de credibilidad no va sobre otro, es imposible construir un edificio de verdades.

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Por fortuna para el país hay una atmósfera de cambio, pero no viene de la clase política, viene de distintos sectores de la sociedad. Por ello, los políticos quieren insertarse en esa atmósfera y, por eso, a su modo y estilo presentan como grandes novedades viejos reclamos de la ciudadanía.

El presidente de la República y los dirigentes políticos buscan hacer suya la bandera del cambio, pero como no tienen muy claro lo que quieren cambiar hay el peligro de que, en nombre de la transformación, terminen por reivindicar muy viejas tradiciones.

Los puntos donde todos ellos coinciden son dos: hablan de grandes de cambios sin detallar en qué consisten y, sobre todo, reinciden en viejas prácticas y conductas, cuya reiteración subraya su incapacidad para dejar atrás tradiciones y costumbres, inercias y resistencias.

Si en cuestiones mínimas los políticos no son capaces de cambiar su actitud, sobra reformar una o 100 veces la Constitución. Sin cambio en la cultura política, está de más modificar el marco legal de un país que no cree en las leyes y se rige por usos y costumbres, si no es que por los arreglos bajo cuerda.

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En el caso del jefe del Ejecutivo hay, en estos días, un ejemplo elocuente de su resistencia al cambio.

El Congreso está, normalmente, a tres sesiones de concluir su periodo ordinario y, a pesar de que desde hace ocho años se sabe del relevo en la gubernatura del Banco de México y a pesar del discurso presidencial sobre el decálogo del cambio, el mandatario nomás no revela el nombre de su candidato a esa posición.

Si en detalles como ése prevalece la tradición de dejar hasta el último minuto la resolución de asuntos de esa relevancia, ¿por qué dar crédito al gran cambio por venir? Esos descuidos, después de todo, no son tan pequeños y sí vulneran el discurso del cambio. ¿No es una falta de respeto del Ejecutivo al Legislativo hacer de ese modo las cosas? ¿Qué tiene de nueva esa relación entre los poderes?

Ése es un ejemplo, pero hay muchos otros donde se echan de menos las pequeñas acciones de fácil ejecución que respalden, en verdad, el discurso del cambio. Uno más. Teresa González y Alberta Alcántara son indígenas, presas en el penal de San José El Alto, Querétaro, por el supuesto delito de privar de su libertad a varios agentes policiales federales. A todas luces, el proceso es indebido. De hecho, Jacinta Francisco Marcial, otra indígena que por la misma razón estuvo presa, ya reconquistó su libertad. ¿No mandaría una señal de cambio poner en libertad a dos personas indebidamente presas?

Son pequeñeces si se quiere, pero en pequeñeces como ésas se finca la credibilidad y, luego, la grandeza. Entonces, se puede pensar que las cosas están cambiando.

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Más allá de esas pequeñas acciones que irían dando credibilidad a la intención de cambiar, el mismo discurso presidencial del domingo pasado es una pieza plagada de contradicciones.

Tiene dos partes. En la primera, el mandatario hace el recuento de lo hecho; en la segunda, abunda en la Agenda de Cambio. Plantea como gozne, una frase repetida hasta el cansancio: a pesar de los avances, lo hecho es insuficiente. Y, entonces, propone como cambio -en varias áreas de la actividad gubernamental- un absurdo: seguir haciendo lo mismo. Y continuismo no es sinónimo de cambio.

La única novedad en ese discurso es que el mandatario propondrá la reelección de legisladores y alcaldes, la reducción del Congreso, la iniciativa preferente y la ciudadana, el referéndum... pero eso que es lo nuevo, lo enuncia de modo general sin entrar al detalle, sin dejar ver de manera concreta cuál es su postura. ¿Y, entonces, cuál es la diferencia, si de los "qués" más de una vez se ha hablado?

Una curiosidad del discurso presidencial del domingo pasado es que es una calca mal hecha del discurso del 2 septiembre. Un trimestre transcurrió entre uno y otro discurso y, sin embargo, el anuncio del cambio es el mismo. No hay concreción, ni detalle. ¿Si tanta urgencia hay por remover inercias y resistencias por qué, en tres meses, el planteamiento es el mismo?

Otro dato curioso de esa Agenda del Cambio es que reincide en una estrategia marcada por el fracaso. En la lógica presidencial todo cambio exige una reforma legal y, entonces, dependerá del Poder Legislativo si se realiza o no el cambio. Si no prospera, el mandatario dirá: yo hice lo que me correspondía. Pero más allá de ese ardid político escapista, se echa de menos qué va a hacer por sí el Ejecutivo. ¿Es que, en verdad, nada se puede cambiar si no es a través de las reformas legislativas? ¿Nada al margen de ellas puede hacer el presidente de la República? ¿De veras?

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Lo delicado de cuanto está ocurriendo es que la idea de las grandes reformas, de los grandes cambios, de las refundaciones instantáneas se finca en la reiteración de los vicios, las costumbres y las tradiciones que afectan al conjunto de la clase política.

Las machincuepas intelectuales de Beatriz Paredes para justificar la alianza del PRI con la Iglesia en materia de aborto no alcanzan a disfrazar un pragmatismo en busca de una rentabilidad política. El escapismo de Andrés Manuel López para desconocer su paternidad sobre Juanito y la tentación perredista de dar un golpecito de Estado en Iztapalapa para recuperar ese botín nada tienen que ver con la refundación de un partido que se destroza en la mar de las pequeñas ambiciones.

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Fincar en la tradición y la costumbre la gran transformación de la República arrojará por resultado la misma República, si bien nos va.

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