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En carne propia

Federico Reyes Heroles

"Se embriaga con los errores de los otros, es un dipsómano de la moral"

E. Canetti

En una democracia sana las fronteras entre lo público y lo privado son claras. Se exige con la misma pasión la congruencia en la plaza pública que el derecho de cualquiera a vivir su vida como le plazca, sin dañar a otros. El rigor que se utiliza para evaluar el desempeño de un servidor es el mismo que erige una muralla para proteger la privacidad. Conocer los wiskies que ingería Churchill -ahí está la espléndida biografía de W. Manchester, The Last Lion- en nada afectó su juicio histórico. F. D. Roosevelt llevó una vida afectiva complicada, por decirlo suavemente, pero ello no restó un ápice a su liderazgo. Detrás de John y Robert Kennedy, símbolos de la renovación de los sesenta, hubo vidas emocionales tormentosas. Para los que les interesen andar siguiendo los traseros de la gente siempre habrá un mar de morbo esperándolos, un público que se frota las manos, habrá centavos. Allí están los tabloides ingleses.

Ese morbo es parte de una sociedad abierta, no merece encomio y tampoco censura. Los hombres públicos deben cuidarse, está en su propio beneficio y en el de sus familias. El riesgo de la extorsión siempre los acecha, eso sí puede afectar su trabajo. Cuando los escándalos privados de un hombre público ocupan más espacio que su desempeño el asunto se vuelve difícil de manejar. Pero al final del día el lindero sigue siendo claro: la vida privada no debe ser utilizada para el golpeteo público. Alentarlo es un incentivo perverso. Cuando eso ocurre estamos pisando un territorio muy peligroso. El asunto es viejo tanto en la teoría política como en la filosofía. Separemos entre moral y ética, entre lo privado y público. Juliana González, una excelente filósofa mexicana, lo ha tratado en un libro ya clásico, El Malestar en la Moral. Violentar la frontera entre los dos mundos es algo muy grave.

La tentación de gobiernos y sociedades de imponer una moral ha sido la puerta de entrada a los peores regímenes totalitarios. Todo estado defiende una ética que se discute en la plaza pública, en el poder legislativo y que se plasma en leyes. Hay temas siempre controvertidos como el aborto, la muerte asistida, etc. Pero algo muy diferente es meterse en las sábanas del alcalde de Nueva York o descalificar a Sarkozy por las andanzas juveniles de su actual esposa o permitir los ataques políticos al Rey de España por sus devaneos. Los asuntos privados se arreglan entre privados, para eso están los códigos civiles. Entre más sólida es una democracia menos espacio se da a los ataques públicos con pretextos privados. Por ese camino nadie estaría exento de ser víctima, es el infierno.

Los gobiernos de derecha son mucho más proclives a desatar persecuciones morales que nunca tienen fin. Con ese objetivo en mente se intenta regular actuaciones privadas: garantizar que todos lleven una vida familiar "ejemplar", sea esto lo que sea, que no haya dudas sobre opción sexual, en pocas palabras los servidores cumplan con un código de valores tradicionales. En cambio los gobiernos más liberales defienden a muerte la separación de los dos mundos y el derecho de cualquiera a ser valorado por sus capacidades profesionales. En democracia la vida íntima sólo pertenece a las personas, en el fascismo al estado.

Para un hombre o mujer públicos exhibir la vida privada es un riesgo. De nuevo el morbo y la inquina merodean. Los artistas hacen de su vida privada una mercancía. Seguramente los escándalos les reditúan de alguna forma. Allá ellos. Si una persona expone su vida privada debe atenerse a las consecuencias. Pero, qué ocurre cuando alguien utiliza un mecanismo avieso, sin posibilidad de convertirse en recurso jurídico, para penetrar en la vida privada de un hombre público. ¿Quién está rompiendo la privacidad? Por cierto los llamados "hombres públicos" no sólo son los políticos, también los dueños de los medios, los directores de periódicos o revistas, los protagonistas de la propia sociedad, empresarios, líderes en las diferentes áreas. De hecho cualquiera que incida en su sociedad se convierte en una persona pública. Pero dañar a un político puede redituar más.

Imagine el lector qué sucedería si basáramos nuestros juicios a partir de lo que en privado hemos escuchado de algunos personajes, servidores públicos o no, si las opiniones íntimas se convirtieran en armamento público. En privado las lenguas son muy sueltas. ¿Puede una república guiarse por las maledicencias privadas? Qué sucedería si en una familia no hubiera cierto código de respeto público, si las suegras se enteraran de lo que dicen sus yernos o nueras, si los hermanos conocieran lo que afirman en privado sus cuñadas o cuñados. La condición humana es muy compleja de allí que surjan "reglas del juego" que permiten la convivencia. La tajante división entre lo público y lo privado es un principio civilizatorio. El día que cedamos en ese empeño estaremos todos en peligro. Todos somos todos.

Recordatorio. Primera escena una mujer joven y guapa intenta cambiar un neumático, es noche de lluvia. Se ha torcido el tobillo. Un hombre se detiene a ayudarla, la carga en sus brazos hasta la primera luz que ve. Es un hotel de paso. No lo sabe. Un fotógrafo reconoce al varón, es un prominente empresario, les toma una fotografía. Todo los incrimina. El director del periódico decide por el escándalo, le da primera plana. La mujer es su hija. Le arruina la vida. Se llama En Carne Propia. Todos somos todos.

El secretario Téllez, en medio de un torbellino de intereses, sólo debe ser evaluado por su desempeño como servidor. Lo demás es perverso y peligroso. Punto.

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