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En la cola

Adela Celorio

Los lavaderos públicos tuvieron fama de ser espacios propicios para el chisme, estrujar la fama ajena junto con la ropa sucia, tenía mucho de terapéutico pero como tantas otras cosas buenas, los lavaderos son especie en extinción. Hoy su función terapéutica ha sido retomada por las fugaces conversaciones que sostenemos con desconocidos que atrás o adelante de nosotros, esperan en cualquiera de las colas que los capitalinos hacemos diariamente.

Allá en la pequeña y adormilada provincia donde nací, gritar “anticutimano”, “mano” “tras” “cola” era suficiente, no como aquí que tenemos la absurda necesidad de validar físicamente aquello de que “primero en tiempo primero en derecho”. Hacer cola para entrar a un baño, comprar un boleto de cine o -pesadilla total- hacer un trámite burocrático; tiene para mí connotaciones humillantes, empiezo a acumular coraje y cuando al fin me toca mi turno lo único que quiero es decirle a la persona que me atiende que se meta su asunto por donde le quepa.

Es ahí donde entra la parte terapéutica porque para no sentirse uno perro con correa, al menos puede voltear con él o la vecina que le parezca más amistoso, y comenzar un diálogo que aunque por su torpeza parezca una danza de osos, ayudará a que la espera no sea menos angustiosa. ¿No le parece que esta cola está lentísima? -pregunto para romper el hielo.

Pero cómo no si la señorita que atiende está papaloteando -responde la interpelada.

Prosigo: pues yo pienso que si le roban a uno la bolsa con sus documentos, lo menos que puede hacer el Gobierno de la ciudad para compensar su incapacidad de protegernos, es ofrecer una disculpa y reponer los documentos robados sin ningún costo.

Eso sería lo decente pero no, uno tiene que hacer cola dos mañanas enteras para reponer la credencial de elector sin la cual no se puede ni siquiera recoger una chequera. -¡Huy! estos del Gobierno nunca van a hacer algo por nosotros… si yo le contara… Y llegado ese momento, la conversación puede tomar el giro más inesperado como sucedió ayer que una señora muy aseñorada con muchos remiendos y ni una puntada que esperaba atrás de mí, se soltó de su ronco pecho con que: figúrese usted, cinco materias reprobadas cuando hoy ya no se reprueba a nadie.

Y yo lo entendería si mi niño fuera un hijo de padres separados, ya sabe usted, de esos que no se ocupan de sus hijos, pero no puede ser que suspendan a un niño de buena familia que tiene su cuarto, su computadora portátil, Internet para que haga sus trabajos y hasta su tele plana… Y no lo va usted a creer pero hasta maestros particulares le hemos pagado todo el año como para que ahora nos arruinen las vacaciones porque el niño tiene que quedarse a estudiar. Y no es que yo defienda al niño ¡que va! si apenas coge los libros porque dice que ya lo sabe todo, si la verdad es que ya no puedo con él porque salió a su padre en eso de que no se concentra más que en la tele.

El psicólogo de su escuela dice que es un caso clarísimo de intolerancia al esfuerzo… puede que así sea pero cinco materias reprobadas y con las colegiaturas que cobran… eso no se hace oiga usted. Ahora sin vacaciones, lo que han conseguido es que el niño se deprima.

Los maestros que vienen a darle clase a la casa lo estresan muchísimo y la criatura se la pasa haciendo viajes de la computadora al refri todo el santo día, y es que son muchas horas encerrado ¡el pobre!... ayer por la noche se animó un poco porque salió con sus amigos y volvió de madrugada, pero hoy en la mañana otra vez ya no quiso levantarse a estudiar, alguna culpa tendrán los profesores, el colegio, yo digo que le guardan algún rencor o algo, porque mi José Armando será un poco vago pero es guapo y muy simpático… En ese punto estábamos cuando me llamaron a la ventanilla y después de hacer mi trámite salí pensando en la pobre mujer ¡me alegro que se quedó sin vacaciones por babosa!

adelace2@prodigy.net.mx

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